BARCELONA MUSEO SECRETO

La torre del reloj

Ingmar Bergman ha estrenado otra película, a sus 87 años, informaba ayer este periódico. Desde luego esa noticia parece llegar desde muy lejos, y a los lectores de varias generaciones nos invita a recordar Fresas salvajes, de 1956, película grave y exaltadamente lírica que en los años setenta se proyectó en el hoy desaparecido cine Savoy. Pero quizá me confundo y la echaban en alguna de las sesiones de cine foro que se celebraban en mi colegio, en las que el conductor del debate, un cura posconciliar con jersey de cuello alto, nos inducía hábilmente a pensar que el tema verdadero y últi...

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Ingmar Bergman ha estrenado otra película, a sus 87 años, informaba ayer este periódico. Desde luego esa noticia parece llegar desde muy lejos, y a los lectores de varias generaciones nos invita a recordar Fresas salvajes, de 1956, película grave y exaltadamente lírica que en los años setenta se proyectó en el hoy desaparecido cine Savoy. Pero quizá me confundo y la echaban en alguna de las sesiones de cine foro que se celebraban en mi colegio, en las que el conductor del debate, un cura posconciliar con jersey de cuello alto, nos inducía hábilmente a pensar que el tema verdadero y último de esa y todas las demás grandes películas era el Silencio de Dios, mientras que en otros foros más clandestinos y politizados se postulaba que el verdadero tema de todas las películas era la injusticia del capitalismo monopolista de Estado. Sin duda, uno y otro maîtres à penser acertaban en parte, y en parte se equivocaban; benditas sesiones de cine, en todo caso, ya que nos daban la ilusión de ser puertas para salir del mundo de las chiquilladas e ingresar de una vez en la realidad, a través de sus mejores representaciones.

Fresas salvajes cuenta el viaje en coche que el anciano y eminente profesor de química Isak Borg emprende para recibir un homenaje en la universidad donde cursó estudios, y en ese viaje hacia el pasado va revisando su vida y sus afectos. El lector sin duda recordará la escena más impactante, el sueño del reloj, del que reproducimos aquí un fotograma. La voz en off del protagonista dice: "Soñé que durante mi paseo matutino me perdí por un desconocido barrio de la ciudad, de calles desiertas y casas decrépitas...". En una de esas calles Isak ve un reloj colgado de una pared; asombrosamente, no tiene agujas. Saca del bolsillo su reloj: tampoco las tiene. En ese momento pasa a su lado un carro funerario tirado por un penco. El carro tropieza con el bordillo. Un ataúd cae al suelo y la tapa se desplaza. Del interior asoma la mano del muerto. La mano agarra al protagonista. Y éste descubre, naturalmente horrorizado, que el cadáver en el ataúd es él mismo...

Esta escena en formidable crescendo, deudora de las dos películas de Buñuel y Dalí, y también de los cuadros de Magritte y de Delvaux, resulta inolvidable y ha dejado su huella en otros cineastas excelentes. Baste recordar el gran reloj contra el que corre en vano el protagonista de Europa, de Lars von Trier. O el homenaje paródico que en 1997 dedicó Woody Allen a la película de Bergman, bajo el título Desmontando a Harry. Si a Isak su gélida nuera le dice: "Por mucho que digan que eres un amigo de la humanidad, los que te conocemos bien sabemos quién eres", a Harry, su hermana le recrimina: "Tú no tienes valores, toda tu vida es nihilismo, cinismo, sarcasmo y orgasmo".

También Harry emprende un viaje en coche hacia la universidad en la que estudió y donde se le va a rendir un homenaje. Pero él no es un eminente profesor que se inclina reverente ante los más delicados y entrañables episodios de su pasado, también ante los más tristes y amargos, sino un neurótico escritor de best sellers. Y se presenta en la universidad acompañado de un niño, su hijo, al que ha secuestrado en el camino porque su ex esposa no le dejaba verle; de una prostituta analfabeta, vestida con top y minifalda de cuero rojo, cuyos servicios ha contratado para que le entretenga durante el viaje, y de un amigo que yace, víctima de un infarto letal, en el asiento trasero. ¡Menudo cortejo!...

El reloj mide el tiempo y es el símbolo palmario de su fugacidad irreversible, como nos recuerdan los esqueletos que blanden relojes de arena en El triunfo de la muerte de Brueghel, y las sentencias tétricas escritas en las filacterias que solían decorar los relojes de sol: "mors certa sed hora incerta", "vulnerant omnes ultima necat", "redibo tu nunquam" ("la muerte es segura, la hora no"; "todas las horas hieren, la última mata"; "yo regresaré, tú nunca"). De ahí su eficacia inquietante en la escena del sueño. Yo recuerdo Fresas salvajes cuando tomo el café en la terraza al lado de mi casa, frente a la relojería Ballester: tiene un gran reloj sobre el escaparate, que debe de estar conectado a la electricidad. A las dos de la tarde, cuando el señor Ballester, con su pulcra bata blanca y puntual como uno de sus relojes suizos, echa el cierre para irse a almorzar, las agujas se detienen, y siguen siendo las dos en punto hasta que el dueño regresa, entra en su tienda, prende la luz y las agujas se ponen a dar vueltas enloquecidas hasta alcanzar las cuatro en punto.

Aunque todos llevamos uno de esos mecanismos en la muñeca, y últimamente otro en el teléfono móvil, el reloj también nos sale al paso en la vía pública: en la torre de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, en la calle de Balmes junto a la de Mallorca, bajo la forma del reloj de sol; en la relojería Maurer, que había sido unas de las tiendas más elegantes de la ciudad, últimamente remozada para adecuar su espacio a los tiempos que corren; en la plaza de Catalunya, en la fachada del antiguo Banco Central, y además coronando el edificio del BBVA, girando sobre su eje y pregonando a los cuatro vientos la hora, así como las siglas del banco; en la fachada de la Universidad y en la del Ayuntamiento; en las cruces de neón de las farmacias. Es tan evidente que no lo vemos, salvo cuando remata un monumento como el de la linterna de los pescadores, el faro dieciochesco de la Barceloneta, Big Ben de bolsillo, de sección cuadrada y figura de obelisco, tan extraño, desplazado y achatado por las nuevas construcciones que lo rodean -la fábrica de hielo del Gremio de Pescadores, las torres metálicas del funicular y la que lo ilumina por las noches, los cines junto al puerto, etcétera.

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De momento conserva sus agujas, pero las perderá inevitablemente, según la ley de la entropía que rige el universo; y si lo alcanzamos a ver entonces nos recordará todavía más el jardín infantil de las fresas silvestres que vuelve a visitar, lleno de emoción, el profesor Isak Borg en la magnífica película de Bergman, o sea "el goce que hay en lo pasajero y lo pasajero que hay en el goce", según la bella formulación del serenísimo Junger.

museosecreto@hotmail.com

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