Cartas al director

En busca de la identidad perdida

El debate de la cuestión nacional -de cuyo delirante discurrir yo no culparía únicamente a los políticos, sino también a una clase periodística cada día más encerrada en su particular galaxia paranoica y a una ciudadanía que, en lugar de conciencia de tal, más parece un rebaño de ovejas en busca del buen pastor- puede que sea innecesario y que la falta de solución a ese secular problema de identidad de España resulte ser prueba de salud democrática. Pero, desde mi punto de vista -el de alguien que ha nacido después de 1975-, la cuestión identitaria, por más inconveniente, molesta o incluso est...

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El debate de la cuestión nacional -de cuyo delirante discurrir yo no culparía únicamente a los políticos, sino también a una clase periodística cada día más encerrada en su particular galaxia paranoica y a una ciudadanía que, en lugar de conciencia de tal, más parece un rebaño de ovejas en busca del buen pastor- puede que sea innecesario y que la falta de solución a ese secular problema de identidad de España resulte ser prueba de salud democrática. Pero, desde mi punto de vista -el de alguien que ha nacido después de 1975-, la cuestión identitaria, por más inconveniente, molesta o incluso estúpida que nos parezca, resulta inaplazable. Porque, mientras en la mayor parte del país -en la España indudable- hemos mirado para otro lado y hemos procurado mantener los fantasmas familiares encerrados bajo siete llaves, en otros territorios -es el caso de Cataluña- se tenía conciencia clara de su pasado, más o menos prefabricado (como todos), pero conciencia clara y unánime; tenían por ello una identidad propia completamente definida y sabían hacia dónde querían caminar. De ahí arranca la quiebra y el riesgo de ruptura entre la sociedad catalana y la del resto de España; hace años que debíamos habernos dado cuenta de las contradicciones del sistema constitucional español, pero preferimos mirar para otro lado.En 1978, España -encarnada en nuestros representantes políticos- decidió pasar página y no mirar a un pasado en el que no podía ponerse de acuerdo; es decir, decidió no tener pasado. Se optó por la amnesia, sin darse cuenta -o quizá sí-de que un país -como una persona- que carece de pasado, carece también de identidad, y de que quien no sabe quién es no puede trazar su futuro; ni siquiera puede proyectar algo tan imprescindible como un sistema educativo duradero y eficaz o un sistema nacional de salud coordinado y de calidad. No se trata de enmendar la plana a los indudables logros de la transición, pero tampoco conviene insistir en la autocomplacencia del denominado "modélico" proceso democrático. No es modélico un proceso de transición en el que las Fuerzas Armadas, grupos violentos parapoliciales y organizaciones terroristas sanguinarias presionan a los representantes políticos y a la sociedad civil en su conjunto. Si uno lee el artículo 2 de la Constitución atentamente, se da cuenta de que se trata de un encaje de bolillos meritorio, pero defectuoso, porque está tejido con el hilo del miedo, y en un Estado democrático moderno los ensamblajes constitucionales no pueden tener una ligazón tan miserable. El miedo no puede convivir con la libertad; o ésta termina con el primero, o el miedo acaba por devorar todo el sistema de libertades. Un Estado -según la concepción kantiana- es "una sociedad de hombres sobre la cual nadie, sino ella misma, puede mandar y disponer"; pues bien, en su génesis nuestro sistema constitucional no se fundamentó en una sociedad políticamente independiente sobre la que nadie podía mandar; éste es su defecto de fábrica y el origen de algunos de los males que ahora nos parecen sobrevenidos.

Insisto, no pretendo reprochar nada a los artífices del proceso de transición, todo lo contrario; mi generación ha recibido más de lo que jamás nuestros abuelos soñaron que podríamos tener, pero eso no es suficiente. Debido a muy distintas causas -entre otras, nuestra común amnesia nacional-, en los últimos 30 años hemos carecido de una imprescindible pedagogía democrática y a ello hay que añadir los anteriores 40 años de dictadura, durante los cuales varias generaciones de españoles sufrieron la pedagogía del autoritarismo, la intolerancia y el desprecio a los valores democráticos. Nadie se cuestiona hoy el proceso de desnazificación que sufrió Alemania después de la II Guerra Mundial, pero nadie se pregunta en España por qué lo que pareció ineludible allí ha resultado perfectamente prescindible en nuestro país. A cualquier demócrata le resultaría intolerable la existencia en Alemania de una fundación hitleriana sostenida con fondos públicos; sin embargo, nadie se pregunta por qué todos los gobiernos democráticos españoles han financiado con nuestros impuestos la Fundación Francisco Franco, que alienta sin complejos valores antidemocráticos.

Así, hoy somos más una nación de consumidores -desconfiados consumidores- que de ciudadanos libres, y, debido a ello, mucho más débiles y más fácilmente maleables por mensajes populistas. Los habitantes de esta nación de consumidores deberían saber que tres cuestiones han sacudido la trágica historia contemporánea de España: el intervencionismo militar, la cuestión religiosa y la territorial. Las dos primeras parecían resueltas -no estoy seguro de que así sea, a la vista del posicionamiento público de la Iglesia y el Ejército en los últimos tiempos- y la tercera, con mejor o peor voluntad, nadie ha sabido qué hacer con ella. Alguno de nuestros padres constitucionales es consciente de ello; es el caso de Gregorio Peces-Barba, que escribía un artículo el pasado 14 de octubre bajo el título Adelante, pero con juicio. Ésa es la clave, adelante, pero con juicio, pero ya nunca más con miedo. Lástima que otros destacados protagonistas de la transición estén dando un espectáculo lamentable, aportando munición a la prensa más reaccionaria y alimentando las más bajas pasiones de la ciudadanía (quizá resultado, sin que ellos mismos lo adviertan, de la ideología dominante en la que fueron educados). Olvidan, además, que la primera obligación de un responsable político es crear espacios para la convivencia, nunca para el enfrentamiento.

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Por todo lo dicho, me parece inaplazable un acuerdo de todos en torno a las distintas identidades nacionales contenidas en este país -lo que requerirá una previa puesta en común sobre nuestro pasado-, para que España tenga una estructura territorial estable, unos entes administrativos conscientes de sus responsabilidades competenciales y de sus posibilidades financieras, y sobre todo para que España aproveche su tiempo y se vea liberada por fin de eternas y vacuas luchas bizantinas, que nos empobrecen a todos y que siembran entre nuestros ciudadanos la peor de las semillas, la del odio y la desconfianza.

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