Columna

Tortura

Hasta el siglo XVIII, las personas venían al mundo con el convencimiento de que podrían ser torturadas en algún momento de su existencia. El suplicio era considerado algo normal, un accidente más dentro de los muchos accidentes de la vida. Esta mansa aceptación del horror se rompió con las revoluciones de finales de ese siglo. La conciencia aguda de la individualidad y de los derechos humanos que esa individualidad conllevaba tomó forma en las Constituciones ilustradas. Así empezó nuestra modernidad.

Desde entonces, la tortura ha sido contemplada como lo que es, una atrocidad inadmisibl...

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Hasta el siglo XVIII, las personas venían al mundo con el convencimiento de que podrían ser torturadas en algún momento de su existencia. El suplicio era considerado algo normal, un accidente más dentro de los muchos accidentes de la vida. Esta mansa aceptación del horror se rompió con las revoluciones de finales de ese siglo. La conciencia aguda de la individualidad y de los derechos humanos que esa individualidad conllevaba tomó forma en las Constituciones ilustradas. Así empezó nuestra modernidad.

Desde entonces, la tortura ha sido contemplada como lo que es, una atrocidad inadmisible y repugnante, una aberración contraria a la civilidad. Por desgracia, y como es obvio, esto no quiere decir que la tortura no se siga aplicando en el mundo; pero es ilegal y está condenada por la inmensa mayoría de los humanos. Y eso, esa condena, es un adelanto moral muy importante. De hecho, para mí es uno de los pocos signos que señalan que el progreso existe. Que los humanos nos hayamos puesto de acuerdo para prohibir brutalidades como el tormento o la esclavitud, y para aborrecer tales prácticas como algo indigno, supone un indudable avance de la civilización.

Hace unas semanas, el Senado de Estados Unidos aprobó por abrumadora mayoría una enmienda de ley que no sólo prohíbe la tortura, sino también "todo trato cruel, inhumano y degradante", una declaración rotunda e inequívoca contra los horrores de la cárcel de Abu Ghraib. Días después, The Washington Post reveló que Cheney, el vicepresidente norteamericano, propuso a los senadores un plan consistente en que esta prohibición no se aplicara en las operaciones antiterroristas ni tampoco en las llevadas a cabo por la CIA (espeluzna pensar que las posibles cárceles secretas en Europa responden a esta idea). La propuesta fue por fortuna rechazada, pero si el vicepresidente del imperio se atreve a pedir la legalización de la tortura, es que las cosas van muy mal en el mundo. Hay algo más dañino que las bombas terroristas, y es esta traición esencial a lo que somos, este intento de demoler los logros de nuestra historia. Si algún día sale adelante el plan de Cheney, la democracia habrá sufrido su mayor derrota.

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