LA CRÓNICA

¿Corrupción, de qué corrupción se habla?

Alicia de Miguel, la consejera de Bienestar Social, no tiene un pelo de tonta. Si ella dijo que la corrupción no se puede consentir en un partido político y que hay que atajarla, dijo exactamente lo que quería para que todos la entendiésemos. Todos, por lo visto, menos los más directamente aludidos, que se desmarcaron de la andanada mediante la pueril argucia de salirse por peteneras. El presidente Francisco Camps la despejó a la grada alegando que su colega se refería al PSOE; su segundo, Víctor Campos, con gesto de perplejidad aseguró no entender nada y ponía la mano en el fuego por la honra...

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Alicia de Miguel, la consejera de Bienestar Social, no tiene un pelo de tonta. Si ella dijo que la corrupción no se puede consentir en un partido político y que hay que atajarla, dijo exactamente lo que quería para que todos la entendiésemos. Todos, por lo visto, menos los más directamente aludidos, que se desmarcaron de la andanada mediante la pueril argucia de salirse por peteneras. El presidente Francisco Camps la despejó a la grada alegando que su colega se refería al PSOE; su segundo, Víctor Campos, con gesto de perplejidad aseguró no entender nada y ponía la mano en el fuego por la honradez de sus cofrades; la secretaria general, Adela Pedrosa, con esa perspicacia tan suya, pidió más precisiones. Toda una provocación, porque igual se las dan y ha de echar mano a las sales para aliviarse el sofoco. Tan sólo el presidente de las Cortes, Julio de España, por una vez, ha estado pertinente: "La culpa -de la corrupción, claro- la tiene la actividad urbanística", declaró. Y usted que lo diga.

A la consejera no le van a perdonar que haya roto la conspiración de silencio y nada menos que desde esa barbacana partidista y exclusiva que es Canal 9 TV, donde compareció en un programa matutino de bla-bla. El fuego amigo resulta el más devastador. Y no fue lo peor exhumar y condenar genéricamente el fantasma de la corrupción, que ya fastidió a tanto lelo que se tiene por incontaminado, sino que evocó otros tiempos -los zaplanistas, digámoslo sin ambages- en los que rodaron cabezas por el uso indebido de los dineros públicos, e incluso por el mero hecho de estar empapelado siendo inocente, como quedó fallado. Era aquello de la mujer del César: honrada y parecerlo.

Ahora las apariencias abruman, pero por la porquería que sugieren, y es ésta una prudente manera de describir los desmanes que se airean, por más que no estén judicialmente condenados, que no es ese un requisito insoslayable para hacer trizas la ética y la decencia. Sí, será por la presión inmobiliaria, la codicia desatada, la laxitud de quien manda, por la relación de fuerzas en el seno del PP, por eso o porque, sencillamente, hay mucho sinvergüenza suelto. Pero negar los hechos solo se explica por la complicidad y -lo más verosímil- por la impotencia y falta de liderazgo para cortar por lo sano. Con el agravante de que amparando unas corruptelas, digamos que en Castellón, se alientan otras en Valencia o Alicante. El molt honorable lo tiene crudo para poner orden en sus huestes.

La consejera ha hecho algo más que mentar la cuerda en casa del ahorcado o arrojar una bomba fétida en un concierto de disimulos. La consejera, al margen del juicio de intenciones -si es o no una ofensiva del zaplanismo, como se ha escrito-, ha rescatado el derecho elemental a pensar por su propia cuenta y a expresarse con libertad sin conculcar los compromisos partidarios. ¿O es que acaso en el PP prima la consigna fascistoide de trabajar y callar como única forma de militancia, según aleccionó Fernando Giner, presidente de la Diputación de Valencia? Más les valdría abrir las ventanas y airear la casa en vez de enrocarse en la falsa honradez y echarle el muerto al PSOE por sucesos antiguos y amortizados. Más les valdría, pero no pueden, y ese es su drama.

Acaso por ello y a fin de distraer la atención del personal, el titular del Consell se ha sacado esta semana de la chistera la llamada Propuesta Alicante o modificación del sistema electoral para que gobierne siempre el partido más votado. Es una iniciativa de gran calado en orden a la Constitución y a la Ley Orgánica del Estado, que por lo pronto conllevaría la amortización de los partidos minoritarios y, por supuesto, las mociones de censura. En algunos países funciona, pero con otras circunstancias y sistemas políticos. Aquí, por lo pronto, sólo es un pretexto para mejorar la notoriedad del presidente y un hueso para roer despacio sin ocuparnos de otras historias. Como la corrupción que carcome al partido mayoritario -por ahora- gobernante en la Generalitat.

¿ES A MÍ?

Amigos y adversarios del presidente de la Diputación de Castellón, Carlos Fabra, coinciden en reconocerle un plausible sentido del humor, además de un gracejo singular para contar historias. La última -o por tal tenemos- es no sentirse aludido cuando se habla de corrupción en el seno del PP. Cuando se habla y se escribe, suponemos, porque asombra la pila de papel impreso que ocupa el llamado caso Fabra. Pero no se da por enterado. Me recuerda a un colega desenvuelto y pícaro como pocos que cuando se evocaba o se le reprochaba alguna de sus hazañas con reguero de deudos y paganos respondía con desarmante ingenuidad: c'est moi? Nunca se daba por aludido. Pero sí, era él, a pesar de la humorada.

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