Editorial:

La Barcelona fea

Junto a la Barcelona fascinante y abierta convive una Barcelona sucia, de mendicidad y episodios de violencia tribal preocupantes. No es un hecho repentino. En 2003, el Ayuntamiento ya creó una comisión ciudadana para impulsar las conductas cívicas. Pero en estos últimos meses el descontento vecinal ha crecido y la alcaldía ha anunciado un plan de choque con más dinero para los servicios de limpieza y asistenciales y una revisión de las ordenanzas para evitar la impunidad de las conductas antisociales. Los remedios no son fáciles porque tampoco es simple el diagnóstico ni, en muchas aspectos, ...

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Junto a la Barcelona fascinante y abierta convive una Barcelona sucia, de mendicidad y episodios de violencia tribal preocupantes. No es un hecho repentino. En 2003, el Ayuntamiento ya creó una comisión ciudadana para impulsar las conductas cívicas. Pero en estos últimos meses el descontento vecinal ha crecido y la alcaldía ha anunciado un plan de choque con más dinero para los servicios de limpieza y asistenciales y una revisión de las ordenanzas para evitar la impunidad de las conductas antisociales. Los remedios no son fáciles porque tampoco es simple el diagnóstico ni, en muchas aspectos, se trata de un problema exclusivo de la capital catalana.

La oposición municipal está convencida de que la causa es la tolerancia de los progres y que la receta está en un castigo más severo a los infractores. El representante del PP ha llegado a pedir la expulsión de los inmigrantes que ensucien o no paguen las multas. La propuesta, de tintes xenófobos, ha sido criticada por las organizaciones antirracistas, que ven ella un peligro de fractura social. Evidentemente, la sensación de impunidad alienta estas conductas y es urgente el endurecimiento de las ordenanzas y, sobre todo, la implantación prevista en la Carta Municipal de una justicia de proximidad que resuelva con diligencia estos episodios. Pero es peligroso achacar todos los males al aluvión inmigratorio, al turismo etílico que ha crecido exponencialmente gracias a los vuelos baratos o a la insuficiencia, real, de los servicios de limpieza.

A la indolencia municipal para hacer una previsión más acertada del conflicto se añade un problema que se presenta en muchas metrópolis. La consideración del espacio público. La cultura consumista ha hecho que muchos vecinos o visitantes no lo vean como un lugar propio, sino como un espacio de uso eventual, de cuyo mantenimiento no se creen responsables. Indudablemente, si el vecino está castigado por una marginación social severa es hipócrita pedirle que asuma un imaginario positivo de la ciudad donde apenas sobrevive. En este caso son vitales las políticas sociales.

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Otro tema es el ciudadano que orina o deja en plena calle un colchón que le sobra. Como lo es la pandilla de gamberros que destrozan los adornos callejeros de la fiesta de su barrio. O las mafias que organizan la mendicidad callejera. Hacen falta mecanismos de castigo proporcionales al daño causado, pero también estar atento a las múltiples causas del problema para evitar una simple solución escenográfica como es desalojar el problema de la calle. Un empeño difícil y no sólo municipal.

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