Crítica:

Prisionero del recuerdo

Las especulaciones existenciales encerradas en el frasco de Invocación a mi cuerpo (1969), el anterior título traducido por Acantilado, hacen ahora las veces de impasse entre aquella elegía deslumbrante al cuerpo humano, En nombre de la tierra (1990), la novela con la que la editorial inició en 2003 su feliz apuesta por el maestro portugués, y la que ahora traduce, Para siempre (1983), una de sus obras incontestables, atrapada como la anterior en el laberinto de la soledad, y en esa atmósfera afectiva solipsista y asfixiante que los obsesivos narradores de Ferreira ...

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Las especulaciones existenciales encerradas en el frasco de Invocación a mi cuerpo (1969), el anterior título traducido por Acantilado, hacen ahora las veces de impasse entre aquella elegía deslumbrante al cuerpo humano, En nombre de la tierra (1990), la novela con la que la editorial inició en 2003 su feliz apuesta por el maestro portugués, y la que ahora traduce, Para siempre (1983), una de sus obras incontestables, atrapada como la anterior en el laberinto de la soledad, y en esa atmósfera afectiva solipsista y asfixiante que los obsesivos narradores de Ferreira urden sin remedio. En nombre de la tierra recogía no pocos frutos maduros ya en Para siempre y hasta en novelas anteriores: João, el anciano prisionero de su memoria que medita, senequista, en torno al paso del tiempo y a la decrepitud del cuerpo hasta la muerte, y que le escribe en forma de monólogo una imaginaria carta de amor a Mónica, su esposa fallecida (siempre la epistolaridad latente en la obra de Ferreira), tiene su precedente en el narrador de la novela que ahora nos ocupa, Paulo, obligado a invocar el recuerdo de su infancia desde la atalaya de su vejez, y asimismo castigado por el destino a sobrevivir a su esposa Sandra y a tejer un monólogo trufado de aflicciones morales (la muerte de su madre, el extravío de su hija Xana), ausencias evocadas, amarguras y fantasmas del pasado que en realidad no se asoman sino para revelar su frustración.

PARA SIEMPRE

Vergílio Ferreira

Traducción de Isabel Solé

Acantilado. Barcelona, 2005

302 páginas. 18 euros

El narrador ve lo que ya no existe y reflexiona acerca de lo que nunca fue. Ferreira deslumbra de nuevo en la tarea de construir el sujeto y enfrentarlo a las paradojas y trampantojos de un mundo cosmogónico y genesiaco que Paulo trata de ordenar mediante su discurso monológico y meticuloso, que avanza por la página, con su fraseo breve y asindético, como los compases de la partitura de un quinteto de viento de su admirado Telemann, ahora irónico como el rigodón, grave después como la gavota, siempre solemne hasta el adagio en el réquiem final.

Del barroco toma prestado

también, de la mano de sus lecturas de oratoria sagrada y de poesía clásica en sus años de seminario, el motivo de las ruinas, el del menosprecio de corte y alabanza de aldea (Paulinho anhela el pueblo de su infancia; Sandra pertenece a la ciudad), la querencia hacia la idea del tiempo omnipresente, el recurso a la memoria artificial (Mnemosyne tiñe de nostalgia hasta la última página del libro) y el obstinado protagonismo de la muerte, que llega al cuerpo de Sandra, descrita en quevedescas sucesiones de difunto, entre la mueca y la nada.

En contrapunto, Vergílio Ferreira concibe capítulos de un lirismo extraordinario, como el de la ternura junto al enfermo ("Dios me arde en la yema de los dedos. Mi palma se abre, un calor de sangre cóncavo de mi poder. Toda la fuerza milagrosa de la leyenda y el prodigio, mi mano, la poso en tu frente. Y una claridad de sonrisa, lenta, como el indicio del día. Al fluido intenso de mi fuerza, moviéndose en el despertar primordial del universo"), el del día en que el narrador se declaró a su esposa, entre letanías en latín y olivos oscuros, o el que evoca la anunciación del embarazo de Sandra, que se diría una glosa del fresco del Beato Angélico.

Una sintaxis sincopada con frases truncadas, la ambigüedad que produce en su prosa el juego con las personas gramaticales, las descripciones conductistas, añagazas todas aprendidas en sus lecturas de Faulkner y del nouveau roman, crean una insólita sensación de inmediatez, a la vez que le proporcionan al texto una intensidad emocional que sólo los escritores más grandes son capaces de regalarle al lector: "Estoy triste hasta la muerte. Cristo entre los olivos sin encargos de redención. He de ir a abrir los cobertizos. He de ir a cerrar las ventanas. He de. Estoy bien. Enciendo un cigarrillo, miro la mole de la montaña. Es grande. Tarde inmóvil de calor".

Esta novela de la infancia perdida y del dolor, del silencio que queda después de haber consumido todas y cada una de las palabras imaginables en un monólogo perfecto que aspira a la catarsis y empieza y acaba escribiendo 'para siempre' porque se quiere trascendente, es una fiesta literaria y un derroche de talento.

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