Columna

¡Agua!

Si la actualidad es una jungla donde impera la ley de la selva, el deber de un periodista sensato es respetar que las noticias nazcan y crezcan o mueran sin intervenir en absoluto en el desarrollo de los sucesos, como bien explica la recomendación de la no intervención en la actualidad que está en todos los manuales de los cazadores de noticias que empiezan. No obstante, a veces el cazador deja de ser un observador y la selva de los sucesos pasa a ser como un bosque de coníferas, con el riesgo subsiguiente de barbacoas no permitidas y brasas rodantes, que pueden hacer que el artículo, seco com...

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Si la actualidad es una jungla donde impera la ley de la selva, el deber de un periodista sensato es respetar que las noticias nazcan y crezcan o mueran sin intervenir en absoluto en el desarrollo de los sucesos, como bien explica la recomendación de la no intervención en la actualidad que está en todos los manuales de los cazadores de noticias que empiezan. No obstante, a veces el cazador deja de ser un observador y la selva de los sucesos pasa a ser como un bosque de coníferas, con el riesgo subsiguiente de barbacoas no permitidas y brasas rodantes, que pueden hacer que el artículo, seco como una piña de agosto, prenda fuego repentinamente, teniendo el columnista de opinión que apagar las llamas de sus letras como buenamente pueda antes de que prenda todo el estado de la nación, o la nación del Estado, según se mire.

No falta quien cree que periodistas, columnistas de opinión y escritores son capaces de apagar los fuegos a cubetazos de palabras. Para ello, su expresión tiene que tener la transparencia del agua, sus letras deben mojar y sus reflexiones poder transportarse sin que pierdan litros hasta ser arrojadas sobre las catástrofes mediante un ingenioso sistema de críticas y respuestas que, cuando menos, son susceptibles de funcionar como cortafuegos de la injusticia o el desmán. Pero la pregunta eterna de los bomberos de la literatura es: ¿puede un texto apagar un fuego?

Se han ensayado sistemas prácticos, como el de rociar los folios hasta que queden empapados para hacerlos caer como una húmeda lluvia empapeladora sobre las cenizas ardientes, y, pese a la mala fama del papel mojado, parece ser que ésta podría ser la solución para que los escritores apagasen incendios. En todo caso, el éxito de la operación se basa en el número de los que denuncian una situación anómala mediante chorros de espuma verbal que en el mejor de los casos son capaces de atraer la atención sobre temas candentes. Si comparásemos las noticias y las tribunas con gotas, deberían caer muchas para sofocar el fuego. De aquí se desprende que un escritor o columnista de opinión sea, en cierto modo, un bracero de la actualidad, que, a veces, tiene que acarrear cubos de pensamientos para intentar apagar las llamas de su propio escritorio.

Mientras millones de folios de papel se elevan hacia el cielo en forma de brasas voladoras, sobre la selva de la actualidad flotan las cometas del infierno, y estas líneas son un recordatorio de letras negras recién abandonadas que se extienden por el folio quemado: no está claro que un texto pueda apagar un incendio, lo que si está claro es que no puede devolver la vida a los muertos.

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