El corazón de Cataluña renace de las cenizas

EL CORAZÓN DE CATALUÑA está mudando la piel. Por los alrededores de la angosta y tortuosa carretera que sale de Callús y se adentra en las entrañas de la sierra de Castelltallat (Barcelona), los pinzones y jilgueros vuelven a anidar y asoman tímidamente los pinos. No son muy altos ni robustos. El más crecido mide apenas dos metros. Suficiente para colorear de vida un territorio que en 1994 quedó desfigurado por paisajes poblados de esqueletos vegetales y reses extintas.

El 4 de julio de 1994 jamás se borrará de la mente de los ciudadanos del Bages y del Berguedà, las comarcas centrales ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

EL CORAZÓN DE CATALUÑA está mudando la piel. Por los alrededores de la angosta y tortuosa carretera que sale de Callús y se adentra en las entrañas de la sierra de Castelltallat (Barcelona), los pinzones y jilgueros vuelven a anidar y asoman tímidamente los pinos. No son muy altos ni robustos. El más crecido mide apenas dos metros. Suficiente para colorear de vida un territorio que en 1994 quedó desfigurado por paisajes poblados de esqueletos vegetales y reses extintas.

El 4 de julio de 1994 jamás se borrará de la mente de los ciudadanos del Bages y del Berguedà, las comarcas centrales de Cataluña. Un huracán de fuego devastó en una semana más de 40.000 hectáreas, el 10% de la superficie calcinada ese año en toda la Península Ibérica.

Joan Planas, un recio payés de 48 años que gobierna una masía de cinco siglos en Sant Mateu, un núcleo rural de unos 500 habitantes, no tuvo más remedio que reinventarse Paisaje y Aventura, su negocio de agroturismo. De ofrecer itinerarios en carro de hasta 15 días por una frondosa zona forestal a una hora de Barcelona, a la posibilidad de conocer in situ el escenario de un incendio. Los ingresos le aumentan cada año. Planas echó mano de una línea de créditos blandos de la Generalitat al 2% de interés y a devolver en 10 años si los daños ocasionados superaban el 20% del valor de la explotación. Igual que sus vecinos de Cal Mestrill, la familia Pessarrodona, que perdió su casa y la granja: 800 conejos asfixiados. El año pasado terminaron de amortizar el préstamo, 19 millones de pesetas. Los hermanos Boix, de Puig-reig (Barcelona), otro caso, vieron cómo el aserradero que levantó su abuelo se reducía a cenizas en pocos minutos. Hoy es un grupo que factura casi 30 millones de euros y emplea a 200 personas.

Once años después del gran incendio, como se lo llama en la zona, las arboledas renacen, los horizontes reverdecen. "Todo vuelve a estar a punto para quemarse de nuevo", comenta con sorna y resignación Planas. En 1998, otro incendio originado a escasos kilómetros de su casa se llevó por delante 21.000 hectáreas más, la mayoría en Solsona (Lleida). A orillas del Llobregat, el río que hasta la década de los setenta abasteció uno de los mayores asentamientos de la próspera Cataluña algodonera, aún se huele a chamuscado, tras un incendio, el enésimo, extinguido el martes que calcinó 900 hectáreas.

"Dentro de 20 años, aquí no quedará ni un árbol", se lamenta Planas. Si el bosque no es negocio, no se cuida. Hay que buscar usos alternativos que lo rentabilicen, señalan técnicos y payeses, expertos -ellos sí- de verdad. Desde el pasto de ganado (mientras los animales comen, limpian el bosque) hasta la generación de electricidad con biomasa. Hasta entonces, el sotobosque seguirá sucio. A punto de combustión. Como hoy.

Archivado En