Columna

Decencia

Es triste, pero, al final, el de la decencia es un tema político de primera magnitud. De la política que vivimos de cerca y que nos condiciona, de la que queremos cambiar y, ¡ay!, de la que se supone que venía a encarnar una alternativa posible. Como es lógico, se trata de un tema que no sólo tiene que ver con el cumplimiento escrupuloso de la legalidad, sino también con la predisposición, la actitud y la forma de estar en un terreno público donde la defensa acérrima del correligionario se convierte, a menudo, en encubrimiento, cuando no en complicidad. Parece entonces que enrojecer ante las t...

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Es triste, pero, al final, el de la decencia es un tema político de primera magnitud. De la política que vivimos de cerca y que nos condiciona, de la que queremos cambiar y, ¡ay!, de la que se supone que venía a encarnar una alternativa posible. Como es lógico, se trata de un tema que no sólo tiene que ver con el cumplimiento escrupuloso de la legalidad, sino también con la predisposición, la actitud y la forma de estar en un terreno público donde la defensa acérrima del correligionario se convierte, a menudo, en encubrimiento, cuando no en complicidad. Parece entonces que enrojecer ante las trampas y los abusos, empezando por los del propio partido, sea un signo de debilidad. Los déficit democráticos empiezan por esa cultura de hooligans que las formaciones políticas suelen propiciar y que otorga coartadas a torpes, arribistas y fanáticos, que son los más deshonestos de todos al final. Abordar el fenómeno de la corrupción, bien conocido, desde la pureza de una ingenuidad supuestamente utópica, sería tramposo, además de estúpido. La política, al fin y al cabo, no es nada sin el pragmatismo y la transacción. Pero nunca deja de ser válido el viejo dilema kantiano entre el "moralista político" y el "político moral", entre el pragmático cínico y el que busca el bien común. Como de cínicos camuflados de fanáticos y de cínicos sin camuflar tenemos ejemplos en nuestro entorno, resulta doblemente desalentador ver hundirse en el fango la nave de quien venía a aportar el aire fresco de la renovación. Luis Inácio Lula da Silva llegó a la presidencia de Brasil con la promesa de una "nueva gramática del poder". Emergido de la pobreza y el combate sindical, prometió ética, competencia y sensibilidad social. Y se convirtió en un estandarte que había de señalar las esperanzas de cambio de la humanidad. Sin embargo, los escándalos de financiación ilegal, la compra de votos, la indecencia y la corrupción amenazan ahora con arrasar algo más que los dirigentes y los votos de su Partido de los Trabajadores. El movimiento altermundialista, cada día más huérfano de liderazgo, en primer lugar, y todos los ciudadanos abiertos al progreso y la libertad, ven hundirse en la crisis de Brasil retazos de un sueño de dignidad.

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