Crítica:

Fábulas de familia

Tan sumamente alargada se muestra la sombra de Proust, que sus reminiscencias y resurrecciones de la memoria aún hoy sacan del apuro de la página en blanco a más de un narrador vocacional. Es el caso del inválido cincuentón Victorin Jouve, el "cazador de historias" y mistificador pergeñado por Jean-Pierre Milovanoff en esta espléndida novela que rinde homenaje a la tradición oral ensartando historias que un día explicaron la abuela Rosalie y otros parientes y que, juntas, reconstruyen buena parte del pasado de Francia, de la gesta de los cruzados a Waterloo, y de los hostales que frecuentó Apo...

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Tan sumamente alargada se muestra la sombra de Proust, que sus reminiscencias y resurrecciones de la memoria aún hoy sacan del apuro de la página en blanco a más de un narrador vocacional. Es el caso del inválido cincuentón Victorin Jouve, el "cazador de historias" y mistificador pergeñado por Jean-Pierre Milovanoff en esta espléndida novela que rinde homenaje a la tradición oral ensartando historias que un día explicaron la abuela Rosalie y otros parientes y que, juntas, reconstruyen buena parte del pasado de Francia, de la gesta de los cruzados a Waterloo, y de los hostales que frecuentó Apollinaire a los anarquistas del POUM refugiados en la vendimia de Solignargues, el feudo familiar del Midi testigo de un trasiego de niños juguetones, ociosos estrafalarios -"les bons à rien", como gusta llamarlos su autor-, renaults entrando con un reguero de polvo y música, fotografías, recuerdos y libros a medio leer, y muchas ramas de árboles genealógicos desperdigadas por las páginas de una novela caudalosa e irreprochable cuyo discurso no hace sino exaltar su historia, desmenuzada en deliciosos retales de una memoria artificial.

LA MELANCOLÍA DE LOS INOCENTES

Jean-Pierre Milovanoff

Traducción de Carmen y María Dolores Torres París

Alianza. Madrid, 2005

331 páginas. 17 euros

Coetáneo de Jean Echenoz, Erik Orsenna o Pascal Quignard, Milovanoff todavía no había sido traducido al castellano, pese a su prodigioso estilo y al prestigio de sus editores en lengua original, Minuit, Julliard, Grasset. Por fortuna, Alianza acaba de remediar una ausencia explicable sólo por descuido editorial. Lo ha hecho, por cierto, del mejor modo posible, publicando una traducción impecable, con la riqueza léxica y la sensibilidad imprescindibles para salvaguardar el tono ambiguo de un narrador no del todo fiable que disfruta añadiendo remiendos de la imaginación a las carencias de la memoria. Donde no alcanzan las fotos sepia del álbum familiar, llega la fantasía portentosa de Victorin, llevada en volandas por su no menos inusitada locuacidad, capaz de entretener por igual al lector y a su interlocutor, el joven periodista Sacha Milanoff -todo un guiño nabokoviano con el apellido del autor que persuade a una lectura autoficcional- durante más de trescientas páginas de tribulaciones y embaucamientos de una familia de la luminosa y perfumada Provenza, que Milovanoff evoca con un estilo que reescribe a los realistas rusos y que, en los pasajes no descriptivos, entronca con la prosa nerviosa y stendhaliana de Jean Giono. Los recurrentes apóstrofes a Milanoff advierten de que el infatigable monólogo sarcástico de Victorin ("el vagabundeo mental es mi único lujo, señor Milanoff", página 245), trufado de humor a raudales -estupenda parodia de la musicoterapia en la 294, fina ironía en incontables escenas como la de la 203, "una mañana, Rosalie, muy seria, informó a los niños de que Francia había declarado la guerra a Alemania. Jeanne-Irène recibió la información con una medio sonrisa cansada. Su hermano concentró su atención en una mosca"- y distinguido por un discurso burlón que se inclina sin remedio al rumor y a la fábula, forma parte en realidad de la conversación que mantiene, desde la inmovilidad de su silla de ruedas pero con la agilidad de su memoria desatada (se asemeja esta situación narrativa a la del protagonista de Tristano muere de Tabucchi), con el mencionado periodista, que hace las veces de custodio de la memoria de Jouve y, claro, de novelista en segundo grado.

Entre las muchas virtudes

de esta penúltima novela de Milovanoff -la última es Dernier couteau (2004), que también se ejercita en la invención del recuerdo- se encuentran la construcción de la ternura desde el humor, uno de sus logros incontestables, y el modo en que el narrador va desarmando los estatutos de la autoconsciencia narrativa, de forma manifiesta en las páginas 123 y siguientes, convertido en entusiasta y avezado comentarista de su propia narración. En fin, que esta sustanciosa novela-río, narrada con prosa cálida e irónica, como las Gymnopédies de Satie, casi tan traviesas como intimistas, pide a gritos la complicidad de cuantos lectores disfrutan con los relatos a la vieja usanza pero ya han perdido la inocencia.

La abadía de Senanque, en la Provenza francesa.AP

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