Reportaje:LETRAS GALLEGAS

El bosque de la narrativa

Cuando me invitan a hablar de la narrativa gallega actual tengo a menudo la impresión de hacerlo de una realidad imaginada o fantasmal, que yo estuviese inventando con mis palabras y que sólo desde Galicia pudiésemos gozar. Porque lo que se ve desde fuera, esa cuota autonómica que la cultura española tiene a bien asignarnos y que convierte a los narradores más traducidos -Manuel Rivas, Suso de Toro, Alfredo Conde...- en el buque insignia de nuestra escuadra narrativa, es un arma de doble filo: por una parte, contribuye a hacernos visibles como colectivo; por otra, la larga sombra de los autore...

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Cuando me invitan a hablar de la narrativa gallega actual tengo a menudo la impresión de hacerlo de una realidad imaginada o fantasmal, que yo estuviese inventando con mis palabras y que sólo desde Galicia pudiésemos gozar. Porque lo que se ve desde fuera, esa cuota autonómica que la cultura española tiene a bien asignarnos y que convierte a los narradores más traducidos -Manuel Rivas, Suso de Toro, Alfredo Conde...- en el buque insignia de nuestra escuadra narrativa, es un arma de doble filo: por una parte, contribuye a hacernos visibles como colectivo; por otra, la larga sombra de los autores citados oculta la variedad de un discurso que desde 1980 se ha propuesto, y lo ha conseguido, alcanzar definitivamente su madurez. Esbocemos la cartografía de un bosque en el que, les aseguro, merece la pena aventurarse.

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Tras la instauración de la Xunta de Galicia en 1980 la narrativa gallega emprendió un acelerado proceso de diversificación genérica que en un primer momento suscitó la mimetización acrítica y un tanto ingenua de modelos foráneos (sobre todo, el de la novela negra), proceso que enseguida fue contestado por una reacción pendular que apostaba por la revisión dialéctica de la tradición autóctona (en el sentido más amplio que a estas palabras se les pueda dar) para construir imaginarios alternativos con los que el nuevo lector del posfranquismo se pudiese identificar. Así, Darío Xohán Cabana se lanzaría con gran éxito de público a explorar en 1989 la vía artúrico-cunqueiriana con Galván en Saor: después, otros sucumbirían a la tentación intertextual, desde Xosé Carlos Caneiro hasta Ramón Loureiro. Pero, ya se sabe, la autarquía es siempre una estrategia de supervivencia al alcance de los indefensos. Lo fantástico, fuertemente connotado como un registro etnicista gracias a sus vínculos con la literatura popular, no podía renunciar a ocupar un espacio propio y a contagiar voces tan personales como las de Xavier Quiroga o Xosé Miranda, pero también al propio Rivas, tan amigo de asomarse a la cara oculta de la realidad, o al último Suso de Toro. Que esta vía no sólo no se agota, sino que es capaz de renovarse y no sucumbir al anquilosamiento del tópico, lo demuestra el último Premio Blanco Amor: Dentro da illa, de Dolores Ruiz. También Bieito Iglesias ha sabido eludir el riesgo enxebrista al emprender, sin renunciar a la melancolía, el camino del humor haciendo de la ironía un escalpelo con el que diseccionar nuestras contradicciones colectivas.

Precursores en el acercamiento literario al tema de la Guerra Civil, iniciado en 1987 por Carlos Casares en Os mortos daquel verán, los narradores gallegos han eludido rizar el rizo de la metaficción, asumiendo ponerse al servicio de la recuperación de la memoria pero eludiendo la tentación documental, por medio de fórmulas híbridas que nos han dejado obras tan logradas como O lapis do carpinteiro, de Rivas, o As rulas de Bakunin, de Antón Riveiro Coello. La novela histórica ha sido en las últimas décadas un género privilegiado, que ha ido evolucionando desde la ambiciosa proyección mítica de las obras de los primeros ochenta hacia un discurso más centrado en la recuperación de figuras emblemáticas de nuestro pasado como el marqués de Sargadelos (Azul cobalto, de A. Conde), en el rescate de un exilio sepultado por la desmemoria impuesta (O exiliado e a primavera, de Manuel Veiga, premio Xerais 2004) o en la exploración de las posibilidades épicas de los espacios latinoamericanos promovida por autores como Víctor Freixanes o Xavier Alcalá.

Pero la narrativa gallega ha mantenido siempre un impulso heterodoxo, desde los ya lejanos cincuenta, cuyo mejor legado fue la inclasificable voz de Xosé Luís Méndez Ferrín. La exploración de las posibilidades literarias de lo urbano y lo underground, y la incorporación de nuevos registros narrativos en los que resuenan los ecos del lenguaje audiovisual y digital sigue un hilo conductor que nos conduce desde aquella pionera Margarita Ledo hasta Camilo Franco, pasando por Cid Cabido, Fran Alonso, Xavier Queipo o Xoán C. Domínguez y con parada obligada en 1986: Polaroid, de Suso de Toro. Hoy es quizá Xurxo Borrazás quien de forma más evidente mantiene vivo ese impulso subversivo, poniéndonos literalmente contra las cuerdas (éticas y estéticas). Y, hablando de heterodoxia, este comienzo de siglo es la hora de las narradoras. Tras conquistar un espacio propio (literario e institucional) en el discurso poético de los noventa, asistimos al desembarco de mujeres en la narrativa: María Xosé Queizán, Marilar Aleixandre, Inma López Silva, Rosa Aneiros, Teresa Moure... Pasen y vean. Descubren la cara oculta de una narrativa arrinconada en esta esquina del mapa por la indiferencia del centralismo aznarista que, bajo las apariencias de una mínima tolerancia, paralizó los avances que con tanto esfuerzo habíamos ido consiguiendo entre todos para vertebrar un mapa dinámico de las culturas de España. Tendremos que recuperar el tiempo perdido. En ello estamos.

Fotograma del filme 'El lápiz del carpintero', basado en el libro de Manuel Rivas y dirigido por Antón Reixa.

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