Columna

Madrid centro

Fui a unas jornadas sobre el centro de Madrid, que se celebran en el Colegio de Médicos, en la calle de Santa Isabel, y llegué media hora tarde: no había manera de atravesar esas calles tomadas por los coches aparcados en doble fila, las furgonetas que cargan y descargan su mercancía a las once de la mañana, las hormigoneras, carretillas y zanjas de las obras. Todo un síntoma que deja claro que sólo es cuestión de tiempo que se le prohiba el paso, por las buenas o por las malas, al medio millón de coches que le sobran, a diario, al centro de la ciudad. Las grandes capitales están cruzadas de p...

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Fui a unas jornadas sobre el centro de Madrid, que se celebran en el Colegio de Médicos, en la calle de Santa Isabel, y llegué media hora tarde: no había manera de atravesar esas calles tomadas por los coches aparcados en doble fila, las furgonetas que cargan y descargan su mercancía a las once de la mañana, las hormigoneras, carretillas y zanjas de las obras. Todo un síntoma que deja claro que sólo es cuestión de tiempo que se le prohiba el paso, por las buenas o por las malas, al medio millón de coches que le sobran, a diario, al centro de la ciudad. Las grandes capitales están cruzadas de problemas, y quienes las habitamos nos tenemos que adaptar a ellos como las ayudantes de los magos se contorsionan dentro del cajón donde el ilusionista va clavando sus temibles espadas; entre otras cosas porque, si lo pensamos, muchos de esos problemas son la parte de atrás de una solución. Quiero decir que cuando nos lamentamos, por ejemplo, del ruido que hace la sirena de una ambulancia, lo hacemos a costa de olvidar que dentro de ella va alguien que lucha por salvar su vida y que, con suerte, quizá lo logre justo porque existen los motores de inyección, las ambulancias y las sirenas. Y también a costa de olvidar que, tarde o temprano, esa persona que corre en dirección contraria a la de su muerte seremos o nosotros o uno de los nuestros.

La calidad de vida a la que uno puede aspirar en una ciudad es, sobre todo, una cuestión de equilibrio, de tantos por ciento. Hay gente que prefiere vivir en el campo, y ahí los matices son menos, porque la cuestión queda reducida, básicamente, a un par de demandas: la naturaleza y la tranquilidad. Otros nos parecemos más al escritor Julio Cortázar, que al parecer le preguntó a un amigo que lo invitaba a pasar el fin de semana en su casa de campo: "¡El campo! ¿Quieres decir ese sitio en el que los animales están crudos?" Queremos vivir en la ciudad y estamos dispuestos a pagar el tributo que eso exige, pero también a reivindicar el derecho a que esa ciudad sea habitable; es decir, humana.

¿Qué es una ciudad humana? Muy fácil: es aquella en la que las personas son el núcleo y todo lo demás son sus alrededores. Claro que esa pregunta es fácil de contestar, pero expresa un problema difícil de resolver porque, como todo el mundo sabe, persona es una palabra con muchos significados distintos que reflejan realidades muy diferentes y a menudo incompatibles las unas con las otras, por lo que no es sencillo abarcarlas de norte a sur, ni darles remedio. Ya lo decía Cervantes: "Cada uno es como Dios lo hizo; y aún peor, muchas veces."

Y, sin embargo, qué fácil es ponerse de acuerdo, si no a la hora de encontrar curas milagrosas, sí a la de señalar las heridas por las que sangra Madrid: el tráfico antes que nada, y la escasez de su antídoto, que es el transporte público; después la especulación y sus derivados, que van desde el deterioro de nuestra Historia, nuestro paisaje y nuestra cultura, hasta la carestía intolerable de la vivienda; en tercer lugar, las contaminaciones, hay que decirlo en plural porque son de muchas clases: la contaminación atmosférica, la sonora, la visual... Después, el compromiso real con la ecología, la certeza de que cada árbol cortado es una pieza de un mañana peor. Y todo eso, resumido en una convicción unánime: hay que devolverle la ciudad a los ciudadanos. Depende de si esas heridas se curan o no, el centro de Madrid puede ser dos cosas: un desagüe al que van todos los problemas de la ciudad o el sitio donde se deje caer la primera piedra del futuro y desde el cual se irradien al resto de la ciudad las ondas de una nueva cultura. Si se afronta de verdad ese reto y, de paso, se nos educa a todos para que en este mundo paradójico, que es tan ferozmente individualista y, al mismo tiempo, parece creer tan poco en la importancia de los actos individuales, en el valor de contaminar menos cada uno, hacer menos ruido, ahorrar más agua o más energía; si se hace todo eso por encima de los intereses y egoísmos de los ventajistas que, cuando ven pasar la ambulancia del ejemplo anterior, siguen su estela para abrirse paso en medio del embotellamiento, la ciudad, sin dejar de ser moderna ni volverle la espalda al porvenir, volverá a ser ni más ni menos que humana. Parece ciencia-ficción, pero es posible. El centro también puede ser el principio.

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