Columna

Suárez

Ya no podrá contarnos la verdadera causa de su dimisión hace más de dos décadas. No podría aunque quisiera, aunque el difunto Pío Cabanillas resucitara para convencerle de que nos relatase por lo menudo sus navegaciones y naufragios en las aguas revueltas y turbias de la transición, aquella gran riada que se llevó el atrezzo del franquismo y su guardarropía de Cornejo, los yugos y las flechas despuntadas, las gallinas imperiales de piedra, los asientos reservados en los transportes públicos a los caballeros mutilados en la Cruzada, los carnés caducados del Sindicato Vertical, la historia. La t...

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Ya no podrá contarnos la verdadera causa de su dimisión hace más de dos décadas. No podría aunque quisiera, aunque el difunto Pío Cabanillas resucitara para convencerle de que nos relatase por lo menudo sus navegaciones y naufragios en las aguas revueltas y turbias de la transición, aquella gran riada que se llevó el atrezzo del franquismo y su guardarropía de Cornejo, los yugos y las flechas despuntadas, las gallinas imperiales de piedra, los asientos reservados en los transportes públicos a los caballeros mutilados en la Cruzada, los carnés caducados del Sindicato Vertical, la historia. La transición política se llevó todo eso y, por el mismo precio, a casi todos sus protagonistas y a buena parte de sus figurantes. Ahora regresa el nombre de Adolfo Suárez desde el olvido hasta los titulares.

El alzheimer le ha ganado la mano al que fue presidente del Gobierno. El llamado tahúr del Mississippi no puede recordar a estas alturas quién era Alfonso Guerra, el amable colega que le puso ese mote manido hace una eternidad. Hace una eternidad, según se cuenta, el niño de Cebreros ya soñaba con ser presidente del Gobierno. Dicen que fue la suya una vocación temprana e irrefrenable. Si alguien le hubiese dicho que llegaría a ser lo que soñaba y que lo olvidaría finalmente es posible que Suárez, el niño de Cebreros, hubiera creído que aquello era un camelo de charlatán de feria. El ciclo, sin embargo, se ha cumplido: el viejo presidente ya ha olvidado que un día lo fue. Le sucedió lo mismo a Ronald Reagan. Le sucedió también, mucho más cerca, al conde de Motrico, su reverso en los años decisivos. José María de Areilza se murió sin saber que además de ministro de Asuntos Exteriores pudo haber sido presidente del Gobierno español si un tal Adolfo Suárez no pasa por allí. Vidas cruzadas que acaban convergiendo en el olvido. En cualquier caso, todo da igual ahora, después de todo. Unos cuantos energúmenos ultras quieren linchar aún a Santiago Carrillo y Fraga se presenta a candidato para presidir la Xunta de Galicia, pero por lo demás (ellos son excepciones) todo ha prescrito, todo se ha ido al garete por el escotillón del tiempo y de la desmemoria.

Se dice que la muerte, su cercanía o roce, nos ayuda a calibrar en su justa medida la existencia, a valorar lo que de veras tiene algún valor. Más allá (o más acá) de la muerte, enfermedades neurológicas como el alzheimer pueden servirnos, paradójicamente, para refrescarnos la memoria acerca de la precariedad de nuestra condición y de lo vano de nuestros empeños. Y hay algo, al mismo tiempo, dignamente patético en la figura del viejo presidente sin memoria, vacío de recuerdos y, quizás por vez primera, de ambición. Un ser humano que se deja vivir y que es capaz aún, aunque ya no recuerde quién fue, de responder a los signos de amor y de afecto. Es el final del juego. Lo escribió José Hierro en un soneto: "Qué más da que la nada fuera nada / si más nada será, después de todo, / después de tanto todo para nada".

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