Columna

Los cambios de narrativa

¿Cómo es posible que suprimir el impuesto de sucesiones (herencia) al 2% de las familias más increíblemente ricas de Estados Unidos se haya convertido en una reivindicación popular y multitudinaria para la gran mayoría de la población estadounidense? La pregunta, y la fascinante explicación, se encuentran en un libro titulado Death by a thousand cuts, obra de Michael Graetz y Ian Shapiro. ¿Cómo es posible que el grupo de presión ultraliberal y desregularizador que puso en marcha la idea lograra atraerse a decenas de millones de personas que, por sentido común, deberían estar radicalment...

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¿Cómo es posible que suprimir el impuesto de sucesiones (herencia) al 2% de las familias más increíblemente ricas de Estados Unidos se haya convertido en una reivindicación popular y multitudinaria para la gran mayoría de la población estadounidense? La pregunta, y la fascinante explicación, se encuentran en un libro titulado Death by a thousand cuts, obra de Michael Graetz y Ian Shapiro. ¿Cómo es posible que el grupo de presión ultraliberal y desregularizador que puso en marcha la idea lograra atraerse a decenas de millones de personas que, por sentido común, deberían estar radicalmente en contra?

Y, sobre todo, se pregunta el profesor de ciencia política David Runciman en su reseña en el London Review of Books, ¿por qué demonios el Partido Demócrata fue incapaz de parar esa locura? Por una mezcla de arrogancia, incompetencia y contagio ideológico y por cometer un grandísimo error: dejar que los campeones de la supresión del impuesto sonaran como defensores de principios elementales y obvios. Todo el libro, dice Runciman, es un cuento sobre el poder de la narrativa en política, sobre la increíble facilidad con que las historias individuales se pueden convertir en el alma y el objetivo único de un importante debate político.

Lo más inquietante de los resultados de los referendos en Francia y en Holanda es la narrativa (el fontanero polaco) que se ha ido introduciendo en el debate y la incompetencia y arrogancia con la que los políticos y las élites defensoras de la construcción europea se han ido comportando y, al parecer, quieren seguir comportándose. ¿Seguirán ignorando que ha aparecido otra narrativa? ¿Ignorando que el voto de la socialdemocracia continental, clases medias y trabajadoras, está dividido, y que una parte importante se ha sentido desligado del proyecto de ampliación y profundización de la Unión Europea, porque ya no lo percibe como algo esperanzador sino como una amenaza? ¿Ignorando que el 79% de las clases populares, el 67% de los empleados y el 53% de la llamada clase media integraron el voto no en el referéndum francés? ¿Ignorando que ya no existe tampoco una democracia cristiana europea, como la que ayudó a levantar la Comunidad, porque quedó hace ya bastante tiempo arrasada por un ultraliberalismo que no lleva adjetivos y que tiene su propio cuento?

O se recupera otra narrativa, mucho menos empeñada en atraerse a Londres (encima, sin éxito) y más interesada en convencer a la clase media y trabajadora de raíz socialdemócrata de que no basta con mantener lo que existe, de que hay que consolidar la ampliación de la Unión Europea y continuar profundizando en los mecanismos de construcción para evitar, precisamente, una galopada a la estadounidense, o es posible que ese decisivo sector del voto no termine siendo pasto de discursos elementales y gratificantes.

Lo peor que nos podría pasar es que empeñados en mantener principios y maneras de vivir fuéramos alejándonos de ellos, precisamente por no confiar en lo único que puede ser eficaz para evitarlo: reencontrar la capacidad de hacer juntos lo que no podemos lograr por separado.

Los referendos de Francia y Holanda han tenido por lo menos una gran virtud: han dejado planteado el debate europeo en el mismo corazón de la política. Ahora no se puede decir que los temas de la UE no interesan a los ciudadanos. Este es realmente el momento, la ocasión, para plantear algunas cuestiones básicas. El momento de que los políticos y las élites olviden su tendencia a escamotear la discusión y a apropiarse de ella o de su verdadero sentido. De que acepten que los cambios van muy deprisa y que, frente a ellos, una parte de la ciudadanía tiene dudas, sinceras y honestas, sobre cómo salvaguardar las cosas que realmente le interesan: conseguir trabajo, sin renunciar a solidaridad y protección social ni a servicios públicos básicos. ¿Dónde se defiende mejor, en el Estado-nación o en una federación de Estados? Si creen que en la federación de Estados, busquen entonces, urgentemente, otra narrativa.

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solg@elpais.es

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