MADRID EN OBRAS

Historias de Sancho Zanja

Podría haber sido un seudónimo de Mesonero Romanos o de cualquier otro cronista más o menos oficial de la Villa y Corte, y una coincidencia consonante con el escudero de Don Quijote. Quizá Madrid fuese, en sus orígenes, una gran zanja por la que transcurría este escuchimizado río que rodeó su castillo famoso. En toda época estuvo criticado el suelo de la ciudad que, poco a poco, se va nivelando, hay que reconocerlo. Creo haber descubierto la razón por la que muchos habitantes de la capital suelen ir con la cabeza baja, que no es por humildad o modestia, sino para evitar un funesto tropezón en ...

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Podría haber sido un seudónimo de Mesonero Romanos o de cualquier otro cronista más o menos oficial de la Villa y Corte, y una coincidencia consonante con el escudero de Don Quijote. Quizá Madrid fuese, en sus orígenes, una gran zanja por la que transcurría este escuchimizado río que rodeó su castillo famoso. En toda época estuvo criticado el suelo de la ciudad que, poco a poco, se va nivelando, hay que reconocerlo. Creo haber descubierto la razón por la que muchos habitantes de la capital suelen ir con la cabeza baja, que no es por humildad o modestia, sino para evitar un funesto tropezón en esa baldosa descolocada, ese bordillo carcomido, esa acera con imprevistos socavones. Sin duda disfrutamos de una iluminación más que aceptable, lejos de las tinieblas que acogieron al valeroso hidalgo en El Toboso, cuando le llevó su criado para conocer a Dulcinea. A tientas tropezó con las rotundas paredes de la parroquia y allí exclamó: "Con la iglesia hemos dado", reconocible por la superficie pétrea, tan distinta del adobe pueblerino.

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Una buena definición para Madrid sería la de ciudad en permanente reconstrucción y ello no es de extrañar y tampoco fallo exclusivo de los equipos municipales, sino por el hecho, invariable, de estar construido sobre agua y arenas buena parte de su territorio. De vez en cuando la presión de la tierra, o sabe Dios qué otras causas, revienta una cañería del Canal de Isabel II, o se va formando una invisible oquedad que clama por salir a la luz del día. Y allá tenemos a los poceros, cuyo patrono podría haber sido el señor Koplovich, aquel emigrante sin papeles innecesarios que hizo una gran fortuna poniendo algo de orden en el mundo subterráneo de las alcantarillas.

Algo está cambiando en el maquillaje de nuestras calles, y es que los trabajos públicos se lleven a cabo con gran rapidez y, generalmente, de noche, porque rara vez notamos la presencia de los trabajadores municipales, en cuya plantilla deben ocupar un destacado puesto quienes transportan de un lado para otro esas típicas vallas metálicas pintadas de amarillo. Por cierto, en algunas de ellas se intenta el diálogo cortés con el ciudadano y unos letreros solicitan comprensión y perdón por las molestias. Cierta anarquía descubrimos en tales comunicaciones, que unas veces tutean al munícipe y otras le llaman, con más respeto, de usted. Misterios de la Gerencia de Urbanismo.

En la pequeña historia de la ciudad hay capítulos divertidos y me viene al recuerdo un hecho insólito que conocí de primera mano. Vivía yo en aquella época de los años sesenta cerca de la plaza de la República Argentina, a pocas fechas de su remodelación. Justo en medio, un muro circular de mampostería, de unos dos metros y medio, velaba los propósitos de la tenencia de alcaldía -no puedo comprender por qué ahora se llaman vicealcaldías, desdeñando una atribución bien castellana- y parecía que iba a eternizarse. Semanas, meses, más de un año permanecía aquello, híbrido de muro de Berlín y un proyecto de plaza de toros. Mi curiosidad crecía y quise satisfacerla de una vez, encaramándome al capó de mi automóvil. Aquello era, pura y simplemente, un almacén gratuito y céntrico, que un desaprensivo suministrador de materiales de la construcción acopiaba allí: sacos de cemento, viguetas, perfiles de hierro, ladrillos, losas de mármol o granito, palas, carretillas, etcétera. No se trataba de una dependencia municipal, sino de la industria de cierto pícaro que, como un personaje de Chesterton, escondía su ilícita industria colocándolo en plena vía pública. Allí instalaron la fuente de los delfines.

Menos mal que ha quitado el incómodo e insensato adoquinado que un alcalde colocó "para mostrar cómo había sido el pavimento en otra época". Incontables los automóviles cuyas ballestas o suspensiones sufrieron en aquel trozo del paseo del Prado, entre el Prado y el Botánico.

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Como sugiero al principio, lances, episodios, curiosidades que habría merecido la atención de un meticuloso cronista, un Sancho Zanja quisquilloso y zumbón. Suelo recordar que Madrid se salva por sus árboles. Tenemos más que nadie y eso compensa.

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