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Tras la huella de Sabino Arana

En la mentalidad de los nacionalistas vascos, la relación se invierte respecto de la advertencia de Proust: el supuesto paraíso perdido es lo que hará posible el paraíso real. Sabino Arana lo enunció reiteradamente en multitud de sus escritos. La propuesta de una entrega absoluta, casi de una yihad en el sentido islámico, a la lucha por la independencia patria se justifica porque en el pasado existió una era feliz en que los vascos (y las vascas, habría añadido Ibarretxe) se entregaban en un paisaje idílico a las actividades agrícolas y desarrollaban una vida virtuosa en espera del mome...

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En la mentalidad de los nacionalistas vascos, la relación se invierte respecto de la advertencia de Proust: el supuesto paraíso perdido es lo que hará posible el paraíso real. Sabino Arana lo enunció reiteradamente en multitud de sus escritos. La propuesta de una entrega absoluta, casi de una yihad en el sentido islámico, a la lucha por la independencia patria se justifica porque en el pasado existió una era feliz en que los vascos (y las vascas, habría añadido Ibarretxe) se entregaban en un paisaje idílico a las actividades agrícolas y desarrollaban una vida virtuosa en espera del momento en que sería necesario defender por las armas su libertad frente al extranjero. Aunque en la evolución de su ideario este escenario inicial se modifique notablemente con el reconocimiento de que el avance del nacionalismo requiere el apoyo de un capitalismo nacional, el supuesto de partida se mantiene. Estamos, pues, ante una arqueoutopía. El proyecto religioso-político de construir una sociedad y un orden político en los que la población vasca auténtica, limpia de raza, viva igualitariamente y en bienestar se justifica por el mito de que en la Edad Media los vascos originarios, lo mismo que los piadosos antepasados del salafismo musulmán, desarrollaron un modo perfecto de vida cuyos rasgos es preciso reproducir.

Desde la óptica sabiniana, sólo los vascos (inicialmente los vizcaínos) originarios tienen el derecho de mandar, y aun de vivir gozando de plenos derechos, en Euskadi
La fragmentación ha sido lo específico de la historia de Euskal Herria, hasta el punto de que tres de sus unidades sólo han podido hacer realidad el lema de "tres en una"
La comparación entre nacionalismo sabiniano e integrismo islámico tiene sentido si tomamos en consideración la estructura de las respectivas ideologías y su dimensión teleológica

La comparación entre nacionalismo sabiniano e integrismo islámico carece de sentido si nos atenemos a los contenidos doctrinales concretos, pero no si tomamos en consideración la estructura de las respectivas ideologías, el supuesto básico en que se apoyan y la dimensión teleológica de las mismas. Con la consecuencia también en ambos casos de que la tensión entre el rechazo de las formas culturales y de los sistemas de valores del presente se resuelve en una indiscutible legitimación del uso de la violencia. De entrada, ambos son lo que llamaríamos "patriotismos de comunidad", es decir, propuestas políticas que invocan una profunda vinculación a una comunidad -la vasca nacionalista en un caso, la umma de los creyentes en otro- superior a los colectivos que las rodean, de manera que las relaciones de poder con las mismas están sometidas a una insuperable asimetría. Desde la óptica sabiniana, sólo los vascos -inicialmente los vizcaínos- originarios tienen el derecho de mandar, y aun de vivir gozando de plenos derechos, en Euzkadi, inicialmente en "Bizkaya". El criterio utilizado para sustentar esa superioridad es de tipo biológico: la raza. En torno a la raza surge la definición del sujeto político: "el pueblo vasco". En el caso del islam, la umma de los creyentes es superior a otras y elegida de Alá porque cumple la regla de oro de prestar reverencia al dios único y se subordina al principio de "ordenar el bien y prohibir el mal", lo que significa cumplir puntualmente todos sus mandatos. El criterio es en este caso religioso-normativo, si bien la consecuencia es la misma por lo que toca a la determinación de una superioridad que se traduce en la asignación de la legitimidad para el ejercicio del poder político.

Los sucesivos textos con los que el lehendakari Juan José Ibarretxe ha ido salpicando la gestación, primero, y la tramitación, después, de su proyecto de Constitución vasca reflejan puntualmente los rasgos que hemos venido recogiendo. En el discurso de presentación del plan, de 27 de septiembre de 2002, Ibarretxe parte de una falsa evidencia que constituye el núcleo del ideario sabiniano: la existencia de un "Pueblo Vasco", con mayúsculas, "con identidad propia" y "depositario de un patrimonio histórico, social y cultural singular". De nada valdría tratar de explicarle al político alavés que el término "singular" no es el más adecuado para calificar a un conjunto de territorios que nunca han tenido una organización política propia, ni por supuesto un patrimonio histórico, social y cultural común. La fragmentación ha sido lo específico de la historia de Euskal Herria, del País Vasco, hasta el punto de que tres de sus unidades sólo han podido hacer realidad el irurac bat, el lema de "tres en una" de los ilustrados guipuzcoanos, con la formación hace un cuarto de siglo de la Comunidad Autónoma Vasca o Euskadi. Su pertenencia a dos ámbitos estatales se remonta a la Edad Media o a su ocaso (Navarra), y en cuanto al vínculo principal de unión, el euskera, por lo demás unificado sólo en fecha reciente, hace más de un siglo que es un habla minoritaria en los territorios de su implantación.

Los mimbres para la construcción nacional existían sobre todo en el país vasco-español, pero sometidos a fuertes estrangulamientos emanados de la propia realidad social, política y cultural. Por eso ha sido útil recurrir al mito unificador, de manera que en lo imaginario pueda ser propugnado el protagonismo de ese Pueblo Vasco, con sus rasgos específicos y enfrentado a sus vecinos y ocupantes. Así, el lehendakari estuvo en condiciones de iniciar solemnemente su discurso ante el Congreso español, sin sonrojarse, con unas palabras en euskera, "una lengua milenaria en la que el pueblo vasco ha expresado generación tras generación sus ansias de libertad y sus deseos de amistad con los demás pueblos". Son palabras que tienen el mismo rigor histórico que pudiera atribuirse a un episodio de Astérix, pero que revisten un indudable valor político, dada la existencia de un colectivo, el nacionalismo fundado por Sabino Arana y encabezado hoy por el propio Ibarretxe, que no sólo cree en ellas, sino que hace de las mismas un dogma indiscutible. Según la fórmula de Pascal, basta rezar y aparentar que se cree para acabar creyendo. No cuenta la racionalidad de la creencia.

Segundo dogma: la soberanía originaria. Procedente de la era foral en cuanto argumento defensivo y convertida por Sabino Arana en fundamento de la independencia, es en Ibarretxe el agente de legitimación de una propuesta política que quiebra el orden constitucional vigente. "Este sentimiento de pertenencia al Pueblo Vasco", declaraba en 2002, "va más allá de las normas jurídicas o de las fronteras políticas; porque los sentimientos políticos no se pueden imponer ni se pueden prohibir por decreto, ley o Constitución alguna". De ahí que el pueblo vasco tenga derecho a decidir y en un marco de decisión propio, esto es, sin dependencia alguna de España o de Francia, "en virtud de nuestra soberanía originaria". En el discurso ante las Cortes, la referencia es más cautelosa, aferrándose a "los derechos históricos", tema de nuevo que nos retrotrae a Sabino, consistentes en un autogobierno vasco en régimen de pacto con el Estado español hasta 1839, para conciliar lo inconciliable, su fórmula de "libre asociación" con el reconocimiento en la adicional primera de los mencionados derechos por la Constitución (olvidando, claro, que su ejercicio se acota al marco de la misma). El punto de llegada es el mismo: "derecho de la sociedad vasca a decidir", para establecer por su cuenta y riesgo el contenido de un "pacto entre Euskadi y España". No tenía en esta ocasión necesidad Ibarretxe de dejar las cosas claras, pues ya lo era suficientemente el preámbulo de su "estatuto" de Comunidad Libre Asociada, presentado el 25 de octubre de 2003, al sentar el principio irrefutable de que "el pueblo vasco tiene derecho a decidir". Tal y como explicó Francisco Rubio Llorente tres días más tarde en EL PAÍS, el proyecto "es una declaración de independencia formulada conjuntamente con una propuesta de confederación". Declaración previa implícita de independencia únicamente concebible si tenemos en cuenta que se trata de la proyección sobre el presente de la inmarchitable soberanía originaria que desde siempre corresponde al Pueblo Vasco. El sueño de Arana está a punto de realizarse, y con la misma combinación de intransigencia y de pragmatismo que él hubiera recomendado.

Discriminación

Tercer dogma sabiniano: la discriminación. En los escritos de Sabino Arana, la clave de la misma es la raza, a partir de la cual resulta trazada la línea divisoria entre lo puro (lo vasco) y lo impuro (lo español). Más que de discriminación, se trataría entonces de exclusión del pueblo degenerado o inferior cuyo simple contacto contamina a la población vasca auténtica. Puede entonces pensarse que ese racismo nada o muy poco tiene que ver con el presente, cuando Ibarretxe asume la fórmula tradicional de que son ciudadanos vascos aquellos que viven y trabajan en Euskadi. La realidad es otra. Cuando el racismo se convierte en algo impresentable, ya en los años treinta, y sobre todo a partir de 1945, y resurge espontáneamente en los años cincuenta en tierra vasca con la referencia peyorativa a la nueva oleada de inmigrantes calificados de "coreanos", se registra una hábil transferencia de discriminación, cuya puesta en práctica se mantiene hasta nuestros días, al desplazar el criterio de la raza al idioma. En palabras de Federico Krutwig, de los belarrimochas a los euskeldunmochas, con una creciente incidencia práctica en la etapa autonómica, al ir colocando progresivamente a los castellanohablantes en una posición de inferioridad, sobre todo en el plano laboral, con 1a coartada de la normalización lingüística. Además los euskeldunes han sido habitualmente los miembros de la comunidad autóctona, con lo cual la discriminación sobrevive, aun cuando se vuelva más presentable. A ello se añade la discriminación, de raíz estrictamente sabiniana, contra los vascos no nacionalistas, considerados como indignos de figurar en ese sujeto colectivo de decisión que es el Pueblo Vasco. No importa que la mitad de la población se declare no nacionalista; con la mitad más dos de un voto parlamentario, votos de extracción etarra incluidos, Ibarretxe está en condiciones de hablar en nombre de todos los vascos.

Es claro que a esa conducta subyace la discriminación aludida, que por otra parte fue la guía para el viraje político del nacionalismo democrático en los años noventa, cuando optó por aliarse con los practicantes del terror, vascos nacionalistas al fin, frente a los demócratas "españolistas". Y por último, en el artículo 4 del "Nuevo Estatuto" de Ibarretxe, es establecida una distinción entre "ciudadanía" y "nacionalidad" vascas, de efectos jurídicos todavía indeterminados, pero que por el solo hecho de plantearse e incluir en la segunda (artículo 5) nada menos que a los vascos "de la diáspora", descendientes de vascos, apunta a una nueva discriminación en que de modo encubierto volvería a triunfar el criterio biológico.

Vigencia de Arana

Los puntos centrales del ideario de Sabino Arana mantienen, por consiguiente, buena parte de su vigencia en el decisivo momento actual. Pueden parecer irracionales para la lectura de un observador exterior, pero han cumplido en el pasado y siguen cumpliendo de cara al futuro una función relevante: garantizar la supervivencia y la expansión de la hegemonía, en términos de intereses materiales y de dimensión simbólica, para los sectores sociales autóctonos, en respuesta a los procesos de cambio inducidos por la industrialización a partir del último tercio del siglo XIX. El aberrante programa nacionalista de Sabino Arana encontró un destinatario propicio por proporcionar una estrategia muy dura, pero eficaz, para la lucha por el poder, respondiendo además a criterios y valores consolidados, en particular del racismo bajo la capa de un catolicismo integrista. Si el racismo de los hermanos Arana alcanza un notable eco es porque buen número de vizcaínos comparte sus prejuicios antes de que los mismos reciban la sistematización sabiniana. El fenómeno puede ser comparado a la entrada en escena del Frente Nacional en Francia. Es una amplia difusión de la mentalidad racista lo que explica que la llama de la extrema derecha con Le Pen se transforme rápidamente en incendio.

Sería injusto, en todo caso, olvidar otra dimensión del primer nacionalismo: el sentimiento agónico de la identidad vasca tras la pérdida de los fueros y ante el retroceso del euskera. El nacionalismo vasco nace con una clara conciencia de que "esto se va", por usar las palabras del propio Sabino, expresando una idea que en otros términos era ya una constante en los escritos de sus precursores. La muerte del euskera es un tema recurrente en la literatura prenacionalista del último cuarto del ochocientos. En este sentido, la faceta positiva del nacionalismo es que aporta la iniciativa para la construcción nacional vasca, en el marco de la crisis del Estado español de la Restauración. Por otra parte, su resuelta afirmación de la identidad vasca no es algo recién inventado. El excelente libro de Coro Rubio La identidad vasca en el siglo XIX prueba que en las décadas que preceden a la entrada en escena del nacionalismo predomina en los territorios vascongados un "doble patriotismo", en el cual la presencia de la condición de vasco acompaña a la de español, con un sesgo diferencial estimable muy por encima de la identidad regional presente en otras zonas de la monarquía. Se trataba de "una comunidad tan singular" que abarcaba a los territorios vascos de ambas vertientes de los Pirineos, la "Heptarquía euskara" de que hablaba la revista Euskal-erría, con lengua y costumbres supuestamente comunes, sin que por ello despuntase la ruptura. La referencia a un "pueblo vasco" serviría de concepto unificador. El mito encuentra sus raíces en la historia cultural.

Ahora bien, ¿por qué ese contenido reaccionario que diferencia al nacionalismo vasco del catalanismo de la misma época? La explicación puede residir en el hecho de que el nacionalismo vasco no surge de un proceso evolutivo de transformaciones económicas, políticas y culturales, sino en el punto de encuentro entre una prolongada crisis del Antiguo Régimen, marcada por la violencia de las guerras carlistas, y los cambios de toda índole que trae consigo la industrialización, focalizada inicialmente en Vizcaya. A mediados de siglo, Friedrich Engels había emitido un diagnóstico pesimista sobre el futuro de los vascos, situándoles entre las ruinas de pueblos condenados a desaparecer, no sin antes servir de plataforma a movimientos reaccionarios como el carlismo. Sólo que, en la prolongada fase crítica que se extiende desde el inicio de la primera carlistada en 1834 hasta el final de la segunda en 1876, tiene lugar una paradójica reevaluación de la imagen de esa misma sociedad en quiebra, exportadora de hombres a América como el mismo Iparraguirre. El icono se impone sobre la realidad, de acuerdo con la visión idílica y orgullosa que ya fuera anticipada a fines del siglo XVIII por Juan Antonio Moguel en su Peru Abarca. El baserritarra, el hombre de caserío, se convierte en un modelo de comportamiento positivo, con su limpieza de sangre, su autarquía y su moralidad católica, portador de un orden que la modernización amenaza de modo indebido. También están bajo amenaza los fueros, ya reducidos en su significación política desde 1839 y 1841, pero gracias a la polémica exaltados en cuanto seña de identidad política y bastión de los valores de la sociedad vasca tradicional. En el plano ideológico, hasta las destructoras guerras carlistas son recuperadas, mediante una transferencia literaria a épocas pasadas, que hace de las guerras de los vascos el cumplimiento del deber sagrado de la defensa de su libertad.

Con un carácter eminentemente defensivo, el fuerismo tenía que escorar de modo inevitable hacia posiciones reaccionarias, aun cuando existiera también un minoritario "fuerismo progresivo", liberal primero, federal más tarde. Es el esquema que ofrecen escritos de autores como el propio Miguel de Unamuno, quien en la breve lamentación redactada en 1888 en euskera en torno al Árbol de Guernica resume las evocaciones inevitables en el itinerario paseísta: el peligro de destrucción de lo vasco, la referencia al símbolo sagrado, el "árbol bendito", el anuncio de la resurrección, sin que falte el recuerdo a la resistencia contra los sucesivos invasores, romanos o árabes: "Nos arrebataron las Viejas Leyes [arrapau euskubezan legezarrak], siendo como eran nuestra vida, pero si guardamos nuestra alma euskaldun, de aquí surgirán de nuevo los fueros, surgirá el sol de la Justicia en una primavera perdurable" (Agur, arbola bedeinkatube). En el pasado, para Unamuno en este momento, como para el propio Sabino Arana, se encontraba la verdad.

Toda la inseguridad de un hoy cambiante contrastaba con la solidez de los símbolos, tanto de ese pasado foral inmediato como de la ideología y de la mitología forales acuñadas en el Antiguo Régimen. Las distintas piezas engarzaron desde muy pronto a la perfección. La cohesión interna del mundo rural, en torno a la familia y a la iglesia; los fueros como expresión de un poder autóctono que se justifica acudiendo a mitos tales como la independencia originaria y el pacto de entrega voluntaria a Castilla (Guipúzcoa) que preserva aquélla; la santa violencia que de modo espontáneo los defiende en caso de agresión y legitima esa aspiración a mantener la libertad bajo la soberanía de la Corona; la nobleza originaria que justifica esa posición privilegiada en el conjunto de la monarquía, con el respaldo de la religión. Y por fin, como clave de bóveda encubierta, la limpieza de sangre que al excluir de la vida sobre Vizcaya o Guipúzcoa a toda minoría manchada por la religión o la raza constituye a los habitantes de las provincias en titulares de esa condición excepcional de nobles en nombre de la pureza de raza y de religión.

Mito en el siglo XVII

Sin acudir a la literatura política fuerista, encontramos el mito ya montado a principios del siglo XVII en el relato del lacayo vizcaíno en la segunda parte del Guzmán de Alfarache. Los vizcaínos "son gente noble e hidalga, salen sin doblez ni malicia, muy llanos, benignos, simples y pacíficos, que son calidades del pecho noble". Su lengua "intrincada" es también signo de nobleza, ya que permanece inmutable desde la confusión de la torre de Babel y fue traída a España por Túbal, sobrino de Noé. "Vizcaíno, luego hidalgo". "Todos los vizcaínos originarios inmemoriales son hidalgos", añade. Claro que para disfrutar de la nobleza y de la hidalguía "es menester que no tengan nombres de familias extrañas ni castellanas". El lacayo relata "la manera de hacer leyes y estatutos en el Señorío, que no puede ser sino debajo del árbol de Garnica [sic] en junta general, y con acuerdo de los vizcaínos". Explica la situación de independencia en que se encontraba al sobrevenir la invasión árabe: "Hallose la provincia de Vizcaya libre, soberana y sin señor", sin dejar nunca de ser cristiana. Y cuando los leoneses enviados por el rey Alfonso quisieron conquistarlos, les derrotaron en Padura, "que agora en lengua vascuence se dice Arrizoniaga [sic], por los riscos y peñascos que en esta batalla se ensangrentaron". (...) El ánimo belicoso está fuera de dudas: "Apenas ha habido batalla en mar ni en tierra en que no se hayan con grande valor bañado en sangre los vizcaínos". Las severas capitulaciones impuestas a los señores hacían que Vizcaya conservara de hecho su "antigua libertad", incluso cuando se "encomienda" a Castilla. El buen lacayo Jáuregui utiliza ya la expresión "nación vizcaína". "La libertad de Vizcaya", añade, "es inmemorial". La conclusión es premonitoria: "Era mucha pasión en nuestro lacayo, por hacer a Vizcaya, querer deshacer a España". Estamos en 1604.

El lehendakari Juan José Ibarretxe presenta su plan para reformar el Estatuto de Gernika en el pleno del Congreso de los Diputados.

"Totalismo"

POR ÚLTIMO, en la medida en que el nacionalismo vasco es, en la versión sabiniana vigente hasta hoy, una religión política de la violencia, nada tiene de extraño que en su evolución se acerque al patrón totalitario, más concretamente nazi por su denominador común racista. De hecho, la estrategia puesta en práctica por ETA en los años noventa en cuanto a "la socialización del sufrimiento", con un terrorismo de baja intensidad con sistemático uso de la violencia de finalidad intimidatoria, se encuentra directamente emparentada con la practicada por el nacionalsocialismo en vísperas de 1933. Son los mismos días en que el PNV asume la visión de sí mismo como "un pueblo en marcha". De ahí que para el conjunto del movimiento nacionalista en Euskadi sea más ajustado hablar de "totalismo", es decir, de un totalitarismo capilar, del cual tenemos ejemplos muy distantes entre sí, de la revolución cubana a la iraní, de la china a los regímenes integristas islámicos, donde el control y la presión se ejercen ante todo en sentido horizontal, sobre la base de la distinción básica entre lo puro y lo impuro, lo propio y lo extraño, con un propósito de homogeneización de la sociedad de acuerdo con los criterios marcados por los "puros" frente a quienes asumen la condición de "extraños interiores", o, lisa y llanamente, de enemigos. El recurso a la sacralidad de que es portadora la propia doctrina y la voluntad de controlar en régimen de monopolio el espacio público se unen al empleo de un lenguaje que por una parte expresa lo sagrado-nacional y por otra juega una y otra vez con mecanismos de inversión a efectos de ocultar la finalidad de las acciones represivas. El resultado no puede ser otro que la formación de una sociedad vasca regida por el imaginario mítico sabiniano con una radical subordinación, o en su caso exclusión, de aquellos que rechacen explícitamente la invitación a integrarse en el Nuevo Orden Vasco.

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