Editorial:

Marea democrática

La revuelta popular que ha sacudido en los últimos días la ex república soviética de Kirguizistán parece haber conseguido su propósito con la aparente huida del país centroasiático del presidente Askar Akáyev y la dimisión del primer ministro. La insurrección provocada por las fraudulentas elecciones generales de finales de febrero y el 13 de marzo se ha ido extendiendo desde el sur hasta la capital, donde finalmente los manifestantes, que anuncian nuevos comicios, se han hecho con la sede del Gobierno y la emisora de televisión sin apenas oposición policial.

La marea democrática que ba...

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La revuelta popular que ha sacudido en los últimos días la ex república soviética de Kirguizistán parece haber conseguido su propósito con la aparente huida del país centroasiático del presidente Askar Akáyev y la dimisión del primer ministro. La insurrección provocada por las fraudulentas elecciones generales de finales de febrero y el 13 de marzo se ha ido extendiendo desde el sur hasta la capital, donde finalmente los manifestantes, que anuncian nuevos comicios, se han hecho con la sede del Gobierno y la emisora de televisión sin apenas oposición policial.

La marea democrática que barrió primero en Georgia y hace poco en Ucrania parece estar en condiciones de llegar a confines recónditos de la extinta Unión Soviética. Con algunos matices, las causas de la revuelta kirguiz -un territorio montañoso de cinco millones, fronterizo con China y otras cuatro ex repúblicas soviéticas, mayoritariamente musulmán- son un calco de las que han provocado el cambio en Kiev y Tiflis: pucherazo electoral no tolerado por la oposición en el contexto de regímenes que intentaban perpetuar el statu quo postsoviético. En el caso de Kirguizistán, el presidente Akáyev, el único que el país había conocido desde su independencia de la URSS en 1990, ni siquiera era un tirano en el acrisolado estilo de la mayoría de sus vecinos ex soviéticos. Mantenía discretas relaciones con Rusia y Estados Unidos, y sólo en los últimos años se hizo evidente su creciente autoritarismo, unido a la manipulación de la vida política con el indisimulado interés de fundar una dinastía.

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En Kirguizistán, a diferencia de Ucrania o Georgia, no hay un claro líder que aglutine a un país dividido étnica y políticamente. Los triunfadores, que han nombrado jefe del Estado interino al presidente del Parlamento, afrontan ahora el reto de restablecer el orden y la legitimidad. Uno de los jefes opositores, el ex primer ministro Kurmanbek Bákiev, ha asegurado que no se permitirán desórdenes callejeros y que el objetivo es convocar nuevos comicios bajo el control de un Gobierno en funciones. La OSCE urge la constitución de un Ejecutivo de unidad nacional que evite el vacío de poder.

Resulta evidente que el Kremlin no contempla la erupción de libertades en su periferia con los mismos ojos que la Unión Europea y Estados Unidos. Esta nueva revuelta en territorio ex soviético no deja de ser una nueva y severa advertencia para Putin. Kirguizistán es un país pobre y pequeño, pero alberga bases estadounidenses y rusas, y está asentado en un paso crucial entre Rusia y el noroeste de China. Los acontecimientos se han producido de forma rápida y con violencia mínima. Corresponde ahora exclusivamente a sus ciudadanos organizar la transición a la democracia, un proceso en el que tanto Moscú como Washington o Pekín deben abstenerse de interferir.

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