Columna

Culto a las imágenes

El pedestal vacío de Nuevos Ministerios le está quitando público a las procesiones. Yo siempre he sido muy de Semana Santa, y nunca me pierdo (ayer tampoco) el paso del Divino Cautivo por mi barrio. Conde de Peñalver y Príncipe de Vergara (por no hablar de Juan Bravo) se prestan mal a este tipo de comitiva, que agradece la calle angosta, el adoquín resbaladizo y las jaculatorias desde un balcón con geranios. Aun así, no fallo, y menos este año, con toda la Zona Nacional salamanquesa cantándole saetas al Divino Caudillo brazo en alto.

Como todas las fijaciones, la mía se remonta a la niñ...

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El pedestal vacío de Nuevos Ministerios le está quitando público a las procesiones. Yo siempre he sido muy de Semana Santa, y nunca me pierdo (ayer tampoco) el paso del Divino Cautivo por mi barrio. Conde de Peñalver y Príncipe de Vergara (por no hablar de Juan Bravo) se prestan mal a este tipo de comitiva, que agradece la calle angosta, el adoquín resbaladizo y las jaculatorias desde un balcón con geranios. Aun así, no fallo, y menos este año, con toda la Zona Nacional salamanquesa cantándole saetas al Divino Caudillo brazo en alto.

Como todas las fijaciones, la mía se remonta a la niñez, pero no tiene un poso traumático ni siquiera justificación edípica. Por puro aburrimiento alicantino me apunté a dos hermandades, y de ese modo, saliendo dos veces en procesión, la semana se hacía más llevadera esperando el Lunes de Pascua, que en mis tierras levantinas es un fiestón. Una de las vestas era enteramente morada, con cíngulo blanco, y la otra blanquiverde, como los colores del Elche club de fútbol, mi equipo in péctore. Recuerdo que me gustaba mucho, pese al agobio y las marcas en la frente, el capirote de cartón, ajeno yo entonces por puro desenfado juvenil a sus connotaciones con el Ku-Klux-Klan. Perdí antes la fe en Cristo que los hábitos de nazareno.

De aquella tierna época mía de cofrade me ha quedado la desfachatez del voyeur tapado y el odio a los caramelos.Al contrario que en Murcia, Sevilla o Zamora, las imágenes que desfilaban en Alicante eran de segunda fila, talladas, como la mayoría de las de Madrid, en la posguerra.

Madrid, si se fijan ustedes, es una ciudad poco imaginera. Dejando de lado las procesiones, que sólo salen un día al año, nuestra capital tiene, en comparación con otras grandes ciudades europeas, pocas estatuas públicas. Hay algún rey y general a caballo de los siglos XVII y XIX, pero se echa en falta la estatua que celebra sin complejos al científico o al artista (es decir, lo opuesto al antipático cabezón de Goya en Goya o al Velázquez liliputiense en Velázquez con Juan Bravo). Tiene encanto la de Quevedo en Quevedo, a la que José Ángel Valente, en su juventud vecino de la plaza, se dirigía en un poema, pidiendo complicidad a la efigie: "Ven entonces si puedes, / si estás vivo y me oyes / acude a tiempo, corre / con tu agrio amor y tu esperanza -cojo, / mas no del lado de la vida- si eres / el mismo de otras veces".

Pero, qué horrible racha en las últimas décadas. El Vicente Aleixandre de Reina Victoria no se parece al poeta, sino a cualquier rapsoda llorón, y respecto al busto regio que adorna la zona del Campo de las Naciones próxima al recinto ferial Juan Carlos I, nunca he llegado a averiguar si representa al rey o a su padre, el malogrado don Juan.

¿No se merecen al menos un busto nuestros contemporáneos? Hace años pusieron una gigantesca dama romántica frente a la casa madrileña de Fernando Savater, y yo pensé en un merecido homenaje en forma de Alegoría de la Ética. Luego se supo que la dama procedía del desguace de un túmulo funerario y la retiraron, para colocar en su lugar un seto y una verja: más Wittgenstein que Spinoza.

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Queda en Madrid el consuelo de los cementerios, donde -sin llegar a las refinadas cotas del Central de Génova o del de Os Prazeres en Lisboa- se pueden ver, en el de San Isidro y también en el de la Almudena, mármoles de mucho mérito.

Y hablando de pompas fúnebres. Ante la incertidumbre de lo que vayan a hacer con estos últimos mamotretos franquistas y joseantonianos arrancados de las plazas, propongo aquí una solución salomónica. Destruirlos o arrumbarlos reabre, dice el PP y el señor BP, cicatrices; sacarlos de su depósito y pasearlos en procesión una vez al año nos abriría a otros las carnes. Sigamos el ejemplo de algunos países bálticos largo tiempo sometidos por la URSS, habilitando un museo de los horrores con esas estatuas, aguiluchos, placas de mártires, yugos y flechas. En fechas señaladas, el 18 de julio, el 20 de noviembre, los fieles irían en peregrinación al recinto, donde, ante altares cuajados de flores, ganarían una indulgencia plenaria, cuaternaria. También a mí me encantaba de niño visitar monumentos en Jueves Santo.

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