Columna

Que la flecha se dispare

Parece claro y palmario que la vida del escultor guipuzcoano Koldobika Jauregi (Alkiza, 1959) está regida por tres vectores básicos. Una formidable capacidad de trabajo, una fulgurante energía y una acuciante disposición para deambular a los grandes trancos por el mundo del arte.

A través de la exposición de una treintena de obras suyas en la galería Juan Manuel Lumbreras (Bilbao, Henao, 3), se pone de manifiesto cómo el último vector se convierte en devorador -¿o tal vez cómplice?- de los otros dos. Y así lo vemos pasar en menos tiempo que canta un gallo del minimalismo a "un ac...

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Parece claro y palmario que la vida del escultor guipuzcoano Koldobika Jauregi (Alkiza, 1959) está regida por tres vectores básicos. Una formidable capacidad de trabajo, una fulgurante energía y una acuciante disposición para deambular a los grandes trancos por el mundo del arte.

A través de la exposición de una treintena de obras suyas en la galería Juan Manuel Lumbreras (Bilbao, Henao, 3), se pone de manifiesto cómo el último vector se convierte en devorador -¿o tal vez cómplice?- de los otros dos. Y así lo vemos pasar en menos tiempo que canta un gallo del minimalismo a "un acercamiento a la filosofía zen" (lo entrecomillado viene de la voz del propio artista)...

Digámoslo cuanto antes sin ambages: lo fácil en arte es saltar de aquí para allá; lo difícil es profundizar en el camino del despertar instantáneo, para decirlo al modo zen. Añadamos que esa prisa compulsiva, que se advierte en su devenir artístico, no tiene cabida en la simplicidad nítida del pensamiento zen.

En la mayoría de las piezas de madera aparece una sobreabundancia de grafías de signo orientalista. Están realizadas artesanalmente como relieves. Se trata de una imitación de gestualismos. Son antagonistas de lo que en esencia es la gestualidad, el signo, es decir, el gesto espontáneo y automático de un instante expresivo irrepetible. Hacerlo en relieve es imitar lo que fue automatismo, sin que sea verdaderamente automático.

De otro lado, la grafía que semeja trazos de ideogramas se queda en mera superficialidad, dado que los trazos de los ideogramas de verdad obedecen a pensamientos, expresan ideas, definen momentos más o menos extasiados. Por no ser ideogramas de verdad, su imitación nos deja la opción de tener que considerarla como productora de meros adornos prescindentes.

Lo anterior atañe a piezas de dos dimensiones. En cuanto a las grafías impostadas en las esculturas tridimensionales, ahí se gestiona una zozobrante contradicción. Al impostar los trazos gestuales con relieves protuberantes en las esculturas -por si fuera poco realzados con tinta negra-, eso hace que nos olvidemos del volumen, para valorar con aherrojada prioridad las líneas. Esta compulsiva notoriedad de líneas parecen llevarnos inexorablemente a las dos dimensiones y, por extensión, lejos del reino de los volúmenes; lo cual viene a ser una manera -y mala cosa- de escapar de las tres dimensiones.

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Recuerde el artista el aviso que proclamara un enigmático maestro zen: "el arte no puede aprenderse, a menos que la flecha se dispare a sí misma".

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