Tribuna:

La voluntad de las palabras

Con frecuencia me acuerdo de un viejo escritor de provincias que siempre caminaba presuroso y se quitaba de encima a quienes le saludaban o requerían en la calle con la misma y tajante disculpa: las palabras no esperan, llego un minuto tarde y ya se han ido, son así de caprichosas, tenéis que perdonarme.

La calle era para él un lugar de tránsito, el espacio de ida y vuelta entre su casa y el Café Odesa, donde discurría la mayor parte de su jornada en un rincón cercano al ventanal. Allí escribió mucho más de lo que llegó a publicar, probablemente muchísimo más de lo que quienes le conoci...

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Con frecuencia me acuerdo de un viejo escritor de provincias que siempre caminaba presuroso y se quitaba de encima a quienes le saludaban o requerían en la calle con la misma y tajante disculpa: las palabras no esperan, llego un minuto tarde y ya se han ido, son así de caprichosas, tenéis que perdonarme.

La calle era para él un lugar de tránsito, el espacio de ida y vuelta entre su casa y el Café Odesa, donde discurría la mayor parte de su jornada en un rincón cercano al ventanal. Allí escribió mucho más de lo que llegó a publicar, probablemente muchísimo más de lo que quienes le conocimos pudimos imaginar, ya que sus horas en el Odesa se contaban por miles cuando murió, y lo que pudo faltarle de ambición literaria lo sufragó sobradamente con su condición de escritor avaricioso, de los que jamás permitieron que se les fueran las palabras.

Había un camarero en el Odesa que le hizo el retrato despiadado cuando falleció: nadie las castigó tanto después de perseguirlas sin tregua, era un maltratador y, como bien puede comprobarse en sus escritos, echó a perder cuantas palabras pudo, pues nadie las usó de peor manera.

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Lo traigo a colación porque aquella disposición tan urgente de propiedad y usura, esa imagen de quien corre en pos de las palabras para que no se le escapen, me impresionaba mucho, ya que cuando le conocí yo era un adolescente que hacía sus pinitos literarios y tenía de las palabras la sensación de que estaban quietas, aguardando sosegadas a que alguien las eligiese, como si el lugar de las mismas fuese una apacible sala de espera donde se encontraban a gusto, sin importarles demasiado que vinieran o no por ellas.

El escritor incipiente, que echó a perder la adolescencia con más disipaciones de las precisas y menos sentido común del necesario, comenzó a hacerse un narrador avezado con mucha dedicación y esfuerzo, y enseguida empezó a sentir que el reclamo de las palabras no era tan sencillo, que su quietud no resultaba tan persistente, que las prisas de aquel viejo escritor del Odesa tenían su razón de ser porque no esperaban, se iban y, a veces, caprichosamente, como si nada quisieran saber con quienes tanto las necesitaban.

Había que conquistarlas, ir por ellas, recabar su necesidad y presencia, adueñarse de lo que fueran o pudiesen significar, como si en el acto de escribir esa conquista tuviese una significación especial, menos instrumental y utilitaria, más cercana al destino misterioso de las mismas, una significación creativa, una actitud de descubrimiento.

El avezado narrador, que jamás habría de perder cierta inseguridad e inquietud, acaso como acicates de la propia tensión espiritual que escribir le supondría, alimento, al tiempo, de la obsesión de hacerlo, tomaba conciencia del valor de las palabras, del esfuerzo de su revelación al juntarlas, de lo que el hallazgo que las mismas promovían, en el orden del relato en curso, iba a suponer en la expresividad y en el sentido de lo que estaba escribiendo, de lo que estaba contando.

En algún momento, cuando la conquista se hacía costosa o el deslizamiento a la facilidad le llenaba de desánimo, comenzaba a percibir cierta contrariedad en el destino de las palabras, algo así como el enfado de verse donde no les apetecía o la trivialidad de sentirse rebajadas por la rutina de un uso reiterado. La contrariedad de quien nada descubre, el esfuerzo no recompensado de intentarlo sin conseguirlo, esa frustración que se suscita cuando el hallazgo no se produce.

No sé, no recuerdo, cuándo se me ocurrió por vez primera que las palabras, esos "poderosos soberanos" de los que hablaba entusiasmado el sofista Gorgias, no sólo no eran inocentes, lo que no quiere decir que contraigan alguna responsabilidad por ellas mismas, más allá del uso culpable de quien las emplea o manipula en alguna ocasión, sino que tenían voluntad. Ya no se trataba de evaluar en ellas alguna consideración moral, sino de sospechar que orientaban su destino, que promovían un camino para juntarse y significar algo, comprometidas ellas mismas en esa orientación, por no decir en esa decisión, lo que resultaría exagerado.

Las palabras no sólo no esperan, o al menos ese temor albergaba el escritor del Odesa, y ellas contribuyeron a que su vida fuese más veloz de lo preciso, lo que indica que resultó más fugaz de lo necesario, que se le disipó y, para mayor desgracia, con poco patrimonio literario apreciable que dejar, sino que se buscan y se encuentran y establecen las redes de una expresividad de la que engañosamente nos creemos dueños.

La sospecha de esa voluntad es un buen contraste para el pagamiento de uno mismo con que algunos escritores ajustamos el dominio de nuestra escritura, complacidos del hallazgo, atentos a la emulación de aquella sentencia de Valle Inclán que afirmaba que el auténtico artista es el que junta por vez primera dos palabras. Ciertamente en esa posibilidad, en juntarlas por primera vez, hay un fulgor verbal que puede resultar inolvidable, esa belleza o conmoción del encuentro inusitado que es como un fogonazo semántico. Y, sin embargo, la equivalencia de las palabras que se buscan y combinan resulta de la intencionalidad que ellas mismas procrean, de la voluntad que, al parecer, también sostiene la propia creatividad del idioma, como si en las redes se determinaran los incalculables caminos por los que ellas pueden transitar ampliando la indeterminación de los encuentros, las sorpresas que depara toda aventura verbal.

He tenido la suerte de charlar largamente con Ignacio Bosque, que acaba de publicar con ese título de "Redes" un diccionario combinatorio del español actual por él dirigido, y han sido esas charlas, y su maravillosa obra, quienes, al fin, encaminaron científicamente mis desorientadas percepciones, la errática idea de la voluntad de las palabras, la enseñanza de lo que un idioma conquista por sí mismo y, en tal sentido, la deuda que tenemos al hacernos dueños de él, una deuda de propietarios.

Fueron mis charlas con Ignacio Bosque las que me remitieron al recuerdo del escritor del Odesa, también a la angustia del escritor adolescente, casi asustado por el poder de las palabras que iba descubriendo y por la sensación de que de verdad huyeran o no se dejasen atrapar.

La disposición de huida o abandono se compaginaba misteriosamente con la de combinación, a fin de cuentas se trataba de decidir y, en ambos casos, era la demostración de que las palabras son muy suyas, como si antes de entregarse a nadie tuviesen la cualidad de valerse por sí mismas, de ni siquiera necesitarnos a quienes tan obsesivamente las requerimos.

El escritor maduro en que uno se va convirtiendo, más por razones de edad que de solvencia, es capaz de este reconocimiento al que tanto ayuda el diccionario que inventó Ignacio Bosque. Esta libertad que ganan las palabras en la voluntad de combinarse como si entre ellas existiese el impulso de una amorosa complacencia, y la sensación de que es de verdad a sus amoríos a quienes tanto debemos los que sin ellas no podemos vivir, ya que constatando que ellas se quieren tanto y que por eso les gusta vivir juntas es como podemos llegar a emular el impulso de juntarlas para expresar lo que queremos contar y, a ser posible, como decía Valle Inclán, por vez primera, lo que ya sería el colmo del hallazgo y el mejor designio de su voluntad.

Luis Mateo Díez es escritor.

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