Columna

Adiós, Susan

Siempre he desconfiado de los patriotas. El celo nacionalista suele acarrear un grado de ceguera que impide ver el pecado personal, potencia la hostilidad hacia todo lo extranjero y genera un falso amor por lo nuestro que adquiere, muchas veces, un carácter fundamentalista y ridículo. Por otro lado, aislarse de ese clima de euforia colectiva y andar contra corriente es difícil, requiere demasiado valor y una energía de tal magnitud que no está alcance de cualquiera. Quizá por eso me interesa especialmente la figura de Susan Sontag, no sólo por su actividad literaria o periodística, sino por el...

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Siempre he desconfiado de los patriotas. El celo nacionalista suele acarrear un grado de ceguera que impide ver el pecado personal, potencia la hostilidad hacia todo lo extranjero y genera un falso amor por lo nuestro que adquiere, muchas veces, un carácter fundamentalista y ridículo. Por otro lado, aislarse de ese clima de euforia colectiva y andar contra corriente es difícil, requiere demasiado valor y una energía de tal magnitud que no está alcance de cualquiera. Quizá por eso me interesa especialmente la figura de Susan Sontag, no sólo por su actividad literaria o periodística, sino por el hecho de haberse convertido en la conciencia crítica de un país prepotente y hegemónico, acostumbrado a la autocomplacencia y al rendido beneplácito del mundo.

Susan Sontag, que había nacido en Nueva York en 1933, se dio a conocer en la década de los sesenta con una novela, El benefactor, y como sonada activista en contra de la guerra de Vietnam. Ya entonces tuvo sobradas agallas para definirse como "ciudadana del imperio estadounidense" y para declarar que su país se había fundado sobre un genocidio, sobre el derecho de los blancos europeos a exterminar a la población indígena, de otra cultura y otra raza, para hacerse con el continente. Declaraciones éstas de una agudeza y de una valentía que le costaron, en cierto modo, el desprecio de los suyos y la perpetua acusación de falta de patriotismo. No obstante, nada de cuanto le fue imputado iba a impedir que siguiera exponiendo su pensamiento en libros como En América (1999) o en las páginas de The New Yorker, The Times Literary Supplement o EL PAÍS. Hace sólo dos días, Susan falleció de leucemia en un hospital de Nueva York. Su trabajo había sido reconocido por medio mundo (Premio Malaparte en Italia; Premio de la Paz en Francfort; Comendadora de las Artes y las Letras del Gobierno francés; Premio Príncipe de Asturias 2003 en España), sin embargo, la noticia de su muerte no fue recogida por ninguna cadena informativa de su país. ¿Qué otra cosa podía esperar? No era una patriota y su inteligencia crítica suponía un verdadero peligro para el gran sueño americano.

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