Tribuna:

Política desde las trincheras

El pasado día 1, Manuel Marín, presidente del Congreso, afirmaba ante las cámaras de televisión, con un cansancio propio del mediador entre partes embroncadas, que en la España de hoy se ejercía la política desde las trincheras. La metáfora es acertada (tal vez Marín esconda en su interior un poeta), hartos como estamos de ver a los políticos comportándose como mercenarios en una guerra. Su perspectiva carece de altura y si asoman el hocico es para disparar con el objetivo de hacer el mayor daño posible, sin prestar atención a los efectos colaterales. El resultado, una gran extensión de tierra...

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El pasado día 1, Manuel Marín, presidente del Congreso, afirmaba ante las cámaras de televisión, con un cansancio propio del mediador entre partes embroncadas, que en la España de hoy se ejercía la política desde las trincheras. La metáfora es acertada (tal vez Marín esconda en su interior un poeta), hartos como estamos de ver a los políticos comportándose como mercenarios en una guerra. Su perspectiva carece de altura y si asoman el hocico es para disparar con el objetivo de hacer el mayor daño posible, sin prestar atención a los efectos colaterales. El resultado, una gran extensión de tierra quemada. En las trincheras no se parlamenta (noble función que se espera de un diputado), se evita la muerte matando. Desde ellas no se construye, se siembra la desolación ciega. Convendría recordarles a sus señorías que España goza de un período de paz, el más largo de su historia, y las trincheras están fuera de lugar. Preferimos políticos capaces de reflexionar y llegar a acuerdos, si es necesario con sus adversarios (a los que no hay que considerar enemigos), para resolver problemas que afectan al interés general.

Marín dijo lo de las trincheras al día siguiente de la comparecencia de Aznar en la Comisión del 11-M. Muchos españoles, conmocionados ante aquel alud de despropósitos, compartíamos su lamento. El anterior presidente ha creado una escuela de especialistas en envenenar cualquier discurso. Se mide el éxito por la intensidad del puyazo a corto, y se piensa poco en el bien de España y de los ciudadanos. De Rajoy se esperaba cordura, esa de la que hizo gala antes de verse designado por el dedo de su antecesor, y altura de miras. Aquello debió ser una pose transitoria. El Rajoy de hoy ha quedado engullido por el malhumor permanente que caracteriza al aznarismo y ha elevado la confrontación a modus operandi. Se ha pasado al bando de los estrategas en emboscadas o se limita, impotente, a dejarles hacer. No sé qué es peor.

Aquí, en la Comunidad Valenciana, el Consell también le ha cogido gusto a la trinchera. En el tema de la lengua, en lugar de aprovechar la oportunidad de que vaya a ser la versión valenciana de la futura Constitución la que tenga presencia en Europa para zanjar un tema que avergüenza y aburre, el irrepetible portavoz González Pons asoma la cabeza para bombardear lo que se le ponga por delante. La última lindeza intelectual que ha dicho al respecto es que "hacer prevalecer la ciencia sobre la democracia es un camino muy peligroso" (EL PAÍS del 4 de diciembre) . Recordemos que a Galileo, en 1633, la Congregación del Santo Oficio le declaraba culpable por haber afirmado el movimiento de la tierra y la estabilidad del sol. Así se entiende que este conseller sin cartera se apresurara a "inaugurar el conflicto de la lengua" como el que inaugura un pantano, sin tener en cuenta que el conflicto lo inició aquella generación de Broseta, Attard y Abril Martorell hace 20 años. Gracias a su mal hacer nuestro Estatuto de Autonomía fue de los últimos en aprobarse. Mientras, el presidente Camps, por su parte, intenta por todos los medios amordazar a una Academia Valenciana de la Lengua, fruto del consenso, para que no se pronuncie (cuando por fin anuncia que va a decir algo importante) con un dictamen científico que pueda ensombrecer ese discurso patriotero que enarbola, de rentabilidad a corto plazo y letal para los valencianos siempre. El rigor académico parece molestarle tanto o más que a su portavoz, y la posibilidad de dinamitar una institución con capacidad para llevar las aguas a buen cauce si la dejaran trabajar le debe importar un bledo.

Por si fuera poco, la Iglesia católica también ha decidido disparar desde las trincheras y utilizar la estrategia de aventar falsas polémicas. ¿A qué cuento viene inundar las parroquias de folletos contra la eutanasia cuando el gobierno ya ha dicho que no tiene intención de legislar sobre el tema? Es ridículo que eleven a controversia nacional el argumento de una película de Amenábar y que se presten con semejante ardid a incrementar el ruido y confundir a la clientela. Parecen dispuestos a hacer suyo el lema, poco caritativo, de todo vale si contribuye a poner palos en las ruedas de un gobierno que no es de su agrado.

Se echa de menos interlocutores públicos honestos. No me refiero a la corrupción económica, sino a la más dañina corrupción de la palabra. El siglo XXI ha comenzado mal. El líder de la nación más poderosa del mundo declara guerras al amparo de un montón de mentiras y resulta respaldado en unas elecciones con el mayor número de votos de la historia. Es un hecho que produce desasosiego y perplejidad. La mentira se ha puesto de moda. Mentir es decir lo contrario de la verdad u ocultarla o mostrarla a medias, o inventar una realidad diferente, o contestar a un rival dando por supuesto lo que no ha dicho. En el mundo, en la sociedad española, y en la valenciana en particular, hacen falta políticos y líderes religiosos y civiles, con voluntad de diálogo, cordialidad, nobleza, una mirada generosa hacia el futuro, y buena fe. Se empeñan en desprestigiarse y la ineficacia que generan la pagamos entre todos.

María García-Lliberós es escritora.

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