Columna

Normalidad

Hay ciudadanos británicos que ven raro que los laboristas de Blair les quieran imponer un documento nacional de identidad, esa cosa tan común aquí, tan de siempre, parte de nuestra historia íntima. Me acuerdo de la primera vez que fui voluntariamente a ser fichado, con foto y huella digital. Entonces, en los años sesenta, eran terriblemente policiales las comisarías. Yo fui a la de la plaza de los Lobos, en Granada, y todavía tengo en la nariz el olor del líquido con el que te limpiabas la tinta que te manchaba el dedo, y siento el tacto de la mano policial que me coge la mano para imprimir la...

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Hay ciudadanos británicos que ven raro que los laboristas de Blair les quieran imponer un documento nacional de identidad, esa cosa tan común aquí, tan de siempre, parte de nuestra historia íntima. Me acuerdo de la primera vez que fui voluntariamente a ser fichado, con foto y huella digital. Entonces, en los años sesenta, eran terriblemente policiales las comisarías. Yo fui a la de la plaza de los Lobos, en Granada, y todavía tengo en la nariz el olor del líquido con el que te limpiabas la tinta que te manchaba el dedo, y siento el tacto de la mano policial que me coge la mano para imprimir la huella en la ficha. Fue hace mucho: colas de madrugadores, como para un análisis de sangre en ayunas. Y recuerdo el orgullo del primer carné de identidad.

Veíamos absolutamente normal el ser fichados por la policía por el simple hecho de vivir. Ahora leo las explicaciones del Ministerio del Interior británico, justificando la futura obligación de llevar un documento con la foto, las huellas y el iris ocular del portador: "En los tiempos que corren, cada vez es más necesario estar seguro de que cada uno es quien dice que es". Son tiempos de terrorismo y crimen internacionales. Las palabras del Ministerio británico me han ayudado a entender nuestro pasado, la creación franquista del DNI, en los años cuarenta, cuando aquí había una guerra civil larvada, y era imprescindible identificar a amigos y enemigos, saber quién era cada uno, como ahora en el Reino Unido, en la nueva y larvada guerra civil mundial.

También es novedad la vigilancia de las televisiones, y los diputados del Parlamento andaluz fueron pioneros en este campo, no hace mucho. Hubo un crimen con niños implicados, y los parlamentarios quisieron una comisión que supervisara el espectáculo televisivo, mal ejemplo para la infancia. Aquel proyecto cayó en el olvido, pero ahora el Gobierno nacional propone un horario de especial protección infantil frente a la violencia y el sexo en televisión (son sexuales y violentos los programas de debate sentimental dominantes), con comités de seguimiento y comisiones de control. No creo que el Gobierno tenga problemas en imponer sus inspecciones éticas, que aquí, por tradición, se ven como una normalidad absoluta.

Yo las veo innecesarias o timoratas. Nuestros gobiernos controlan las televisiones públicas, así que pueden disponer la programación a su gusto y aplicarse las medidas de higiene moral que ahora quieren aplicar a todos. Las cadenas comerciales, privadas, deberían depender del gusto de quien desee conectarse a ellas, y, puesto que la población parece mayoritariamente a favor de la nueva censura razonable, serían castigadas, sin público, en caso de obstinarse en la violencia y la sexualidad. Pero, ahora que comprobamos que el pasado tenía sus razones y probablemente será el futuro, ¿por qué no prohibir directamente la televisión, aunque sólo sea por salud, como el tabaco? La televisión propicia el sedentarismo, que es fatal para casi todos los órganos, y la depresión. Quita el sueño y provoca pesadillas. Liquida los modos de pensamiento tradicional.

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