Columna

Uh, uh, uh

La ciencia y la casualidad, ésas han sido, una vez más, las dos mitades del sensacional descubrimiento que, anteyer mismo, a eso de las nueve menos cuarto de la noche, fue revelado a la humanidad por un grupo de investigadores ingleses y españoles que llevaban años buscando, por todo el planeta, el eslabón perdido, sin imaginar que ese misterioso enlace entre los monos y el hombre estaba mucho más cerca de todos nosotros de lo que nunca habíamos creído.

Hasta anteayer, sus excavaciones y trabajos paleontológicos se habían centrado en Asia, especialmente en Indonesia, y en África, pero e...

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La ciencia y la casualidad, ésas han sido, una vez más, las dos mitades del sensacional descubrimiento que, anteyer mismo, a eso de las nueve menos cuarto de la noche, fue revelado a la humanidad por un grupo de investigadores ingleses y españoles que llevaban años buscando, por todo el planeta, el eslabón perdido, sin imaginar que ese misterioso enlace entre los monos y el hombre estaba mucho más cerca de todos nosotros de lo que nunca habíamos creído.

Hasta anteayer, sus excavaciones y trabajos paleontológicos se habían centrado en Asia, especialmente en Indonesia, y en África, pero el hallazgo recién producido conmocionó a la comunidad internacional al demostrarse no sólo que el eslabón perdido estaba en Europa, y concretamente en el corazón de Madrid, sino que esa especie cercana al Homo sapiens, pero aún vinculada en lo básico a los simios, todavía existe y, de hecho, lleva siglos conviviendo con el resto de las personas gracias a una asombrosa capacidad de imitación que les lleva a saber comportarse, en algunos aspectos y circunstancias, igual que si fueran seres civilizados. La historia de este descubrimiento certificado el martes comienza hace trece millones de años en lo que hoy se llama Hostalets de Pierola, una localidad barcelonesa en la que los investigadores encontraron un ancestro humano al que bautizaron con el nombre de Pau y que, según un estudio publicado en la prestigiosa revista Sciencie, pesaba treinta y cinco kilos, comía fruta, estaba dotado de unos enormes colmillos y es el principal antepasado de nuestra raza. El camino estaba abierto y la verdad se aproximaba.

El siguiente hallazgo fue otra sorpresa: en la isla de Flores, en Indonesia, fueron encontrados los restos fósiles de otro homínido proveniente de África, el Homo floresiensis, que sólo alcanzaba un metro de estatura y que vivió hasta hace relativamente muy poco, 18.000 años, lo que significa que coincidió con los humanos sobre la Tierra. El hallazgo, uno de los más importantes de los últimos cien años, lo hizo hace un año Peter Brown, de la Universidad de New England, en Armidale, Australia, quien encontró en aquella isla un esqueleto que, al parecer, perteneció a una hembra adulta. No era un pigmeo, sino un individuo más pequeño de lo normal, y lo bautizaron Homo floresiensis. Se estableció que era una versión menor del Homo erectus, primo oriental del neandertal de Europa, aunque con una particularidad: su cerebro era como el de un chimpancé, pero del tamaño de una uva. Anteayer mismo, la intuición de uno de los investigadores implicados en el proyecto, el doctor Juan Urbano, fue la llave que ha desvelado el misterio de nuestra evolución. El profesor Urbano, cuyos sagaces estudios antropomórficos lo han convertido en una de las autoridades más respetadas del mundo en esta materia, tuvo una iluminación hace unos días, mientras preparaba unos informes y escuchaba de fondo, por la radio, un encuentro de fútbol, celebrado en el estadio Santiago Bernabéu, entre las selecciones de España e Inglaterra: de pronto, le pareció oír unos sonidos que le recordaban algo y, tras meditar unos instantes, supo qué era: simios, se trataba de los ruidos característicos de los grandes monos antropomorfos, los chimpancés, los bononos, los orangutanes y los gorilas. En una palabra, los bichos de los que descendemos. Subió el volumen, grabó los aullidos, que salían de una zona del campo cada vez que un jugador negro del equipo visitante tocaba la pelota, y al día siguiente los comparó, en su laboratorio, con otros registrados en las selvas de Indonesia y de algunos lugares remotos del continente africano: eran idénticos, sin duda. Uh, uh, uh.

El doctor Urbano avisó a sus colegas de su descubrimiento y, junto a cinco de ellos, se presentó en el Santiago Bernabéu el martes, día en que se disputaba un partido entre el Real Madrid y el Bayer Leverkusen. En cuanto tocó el balón un jugador negro de la escuadra alemana, el aullido simiesco volvió a surgir en una pequeña zona de las gradas: uh, uh, uh... Ahí estaba: el eslabón perdido. Había evolucionado algo, no mucho. De momento, algunos ejemplares están siendo analizados. El profesor Urbano va a publicar sus conclusiones en Sciencie el mes que viene. La humanidad las espera un poco asustada.

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