Reportaje:CUATRO AÑOS MÁS

Una nueva oportunidad

Será Bush II una repetición de Bush I en Oriente Próximo?; ¿tratará el presidente norteamericano de relanzar con nuevos criterios la negociación en el intratable conflicto palestino-israelí?; ¿consentirá la desaparición de Arafat alguna flexibilidad a Ariel Sharon? Cualquier prognosis, sin embargo, no puede ser abiertamente optimista.

La claridad de la victoria de George W. Bush sobre el demócrata John Kerry, aunque los asuntos exteriores seguramente no fueran demasiado prominentes en el resultado electoral, sólo puede interpretarse como un respaldo a la política norteamericana en Bagda...

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Será Bush II una repetición de Bush I en Oriente Próximo?; ¿tratará el presidente norteamericano de relanzar con nuevos criterios la negociación en el intratable conflicto palestino-israelí?; ¿consentirá la desaparición de Arafat alguna flexibilidad a Ariel Sharon? Cualquier prognosis, sin embargo, no puede ser abiertamente optimista.

La claridad de la victoria de George W. Bush sobre el demócrata John Kerry, aunque los asuntos exteriores seguramente no fueran demasiado prominentes en el resultado electoral, sólo puede interpretarse como un respaldo a la política norteamericana en Bagdad. Y de paso, también, a la del primer ministro israelí. Y si Washington puede estar, por ello, más decidido que nunca a proseguir el combate en Irak hasta la victoria sobre los insurgentes o, cuando menos, la estabilización de un Gobierno árabe aceptable para sus intereses, lo que, en el mejor de los casos, llevaría algún tiempo, no hay ningún motivo para suponer que en lo inmediato se afloje el apoyo a su gran aliado, Sharon.

Si sigue Powell, sería un signo de un nuevo esfuerzo equilibrado ante el conflicto palestino; si le sustituye Condoleeza Rice, supondría otro éxito de Sharon

A mayor abundamiento, el extraordinario regalo que el pasado 14 de abril Bush hizo al premier israelí se alza como un obstáculo formidable en la marcha hacia la paz. Washington aceptaba en una carta por primera vez en la historia el principio de que Israel podía retener parte de Cisjordania y, desde luego, todo Jerusalén, como parte de un acuerdo de paz, sin que mediara necesariamente un canje de territorios con la Autoridad Palestina.

Hasta entonces, la posición norteamericana -como la del universo mundo- había sido la expresada por las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad, según las cuales Israel debía retirarse de la totalidad de los territorios ocupados en la guerra de 1967, aunque ello no excluyera que la parte árabe pudiera aceptar algún tipo de trueque territorial, que permitiera a Israel mantener una parte de los asentamientos con los que, incesantemente, puebla Cisjordania y Jerusalén Este. El nuevo planteamiento aprueba, en cambio, que Israel pueda extender unilateralmente sus fronteras, aun sin el consentimiento negociado de los palestinos. Y ahí no habrá marcha atrás norteamericana.

Pero eso no significa que Bush pueda permitirse el lujo de dejar las cosas exactamente como están, de seguir voceando penosamente que la llamada Hoja de Ruta -plan, básicamente, apoyado por EE UU y la UE, que se resume en un llamamiento a la reanudación de negociaciones- es la única vía para la solución del conflicto, mirando para otro lado mientras Sharon sigue inflando de colonos el territorio en disputa. El líder republicano se halla ante sus últimos cuatro años en la Casa Blanca, reforzados por incrementadas mayorías de su partido en la Cámara y el Senado, y, sobre todo, no tiene que volver a presentarse a la sanción del electorado. Todo ello significa que nunca tendrá manos tan libres para mediar efectivamente en el conflicto. ¿Qué probabilidad hay de que lo haga?

Sobre el papel se da, por añadidura, una circunstancia que podría hacer aún más urgente y positiva la acción norteamericana, como es la desaparición del presidente Arafat. Israel y, perrunamente, la diplomacia norteamericana, habían decretado que el rais ya no era interlocutor válido para la paz. Por tanto, habrá que nombrarle con urgencia un sucesor, al tiempo que Sharon se queda con esa vacante sin su mejor pretexto para no negociar absolutamente nada. Y ahí nace tanto la oportunidad como la tentación de arrasar, paralizando aún más el proceso.

Tanto Washington como Israel, aunque no es seguro que coincidan plenamente en los nombres, tienen como prioridad inmediata influir al máximo sobre las instancias de poder palestinas para que sea alguien lo más grato posible quien herede la presidencia de la autonomía. Y si la capacidad de magreo de la situación por parte de Sharon es pequeña, la de Washington, en cambio, puede ser notable. Una promesa de que con determinado sucesor habría progreso en las negociaciones constituiría todo un estímulo para la línea más prooccidental de la dirigencia palestina, a condición de que no fuera ello demasiado ostensible. Alguien tan servicial como Iyad Alaui en Bagdad es impensable, pero no por ello deja de haber margen de maniobra.

En esa tesitura, un palestino demasiado aceptable para Washington, no se diga ya para Israel, podría ser la tentación más que la oportunidad, porque el pueblo palestino, que ha hecho una enormidad de sacrificios de sangre -propia y ajena- por mantener su reivindicación de la totalidad de los territorios, raramente va a aceptar una sucesión insuficientemente nacionalista.

Arafat, con todas sus limitaciones como estadista, debilidad ante la corrupción, consentimiento del terrorismo, y práctica clientelista de gobierno, no cedió durante estos últimos años, notablemente desde la oferta supuestamente extraordinaria que le hizo el primer ministro israelí Ehud Barak en Camp David, en julio de 2000, a una imposición territorial que llegaba a lo vejatorio. Un sucesor demasiado obviamente acomodaticio podría allanar el camino a un acuerdo formal, pero no a una paz auténtica. La tentación de ganar la partida por consunción del adversario llevaría más bien a la eternización del conflicto.

El planteamiento del equipo de colaboradores que arrastró a Bush a la aventura de Irak sostenía que la democratización del país influiría positivamente sobre el conflicto de Oriente Próximo, cuando, en realidad, la confusión entre los dos problemas destruye cualquier posibilidad de paz. El terrorismo palestino es tan condenable como cualquier otro, pero no es cualquier otro. Sus causas son perfectamente identificables y no tienen nada que ver con la vaguedad de la agresión genérica de Occidente -Francia y el Reino Unido, en principio- al mundo árabe como en la demencial prédica de Bin Laden. Una solución al contencioso palestino-israelí en la línea de lo que preconiza la ONU nadie puede afirmar, por supuesto, que liquidara totalmente el problema, pero sí que crearía una poderosa facción en la sociedad palestina contraria a los terroristas. Ésa es la única posibilidad -no, certeza- de paz que existe. La puesta en práctica de esa política, creación de un Estado palestino independiente con las fronteras de junio de 1967, parece hoy tan difícil con Bush II como con su precedente.

Muy al contrario, hacer depender de una mejora de la situación sobre el terreno en Irak cualquier tentativa de arreglo en Palestina, de acuerdo con la teoría inicial de los neoconservadores que rodean a Bush, equivale a permanecer de brazos cruzados ante la probable pudrición de los dos conflictos, y entonces sí que la metástasis del primero influiría muy negativamente sobre la naturaleza del segundo.

Hasta la fecha, la política de Sharon ha sido todo lo contrario. Ha consistido en la búsqueda de la derrota total y final del movimiento palestino; la sumisión o, en su defecto, la liquidación de sus capas intermedias de liderazgo social, a los que la matanza conocida como asesinato selectivo debería llevar un día, según estas posiciones, a la aceptación de casi cualquier acuerdo, a salvar lo que se pueda de la orilla occidental del Jordán.

El próximo paso del presidente reelegido tiene que ser la formación de un nuevo Gabinete. La eventual permanencia en el mismo de Colin Powell como secretario de Estado no se entendería si no es con una promesa de Bush de que habría un nuevo esfuerzo más equilibrado ante el conflicto de Palestina; si Powell no siguiera, en cambio, y su sucesora fuera la actual consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, como se considera posible, el Israel de Sharon se sentiría más confortado. La antigua sovietóloga estuvo siempre en la primera línea ideológica de la guerra iraquí, tanto o más que el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld -cuya desaparición del Gabinete parece muy probable-, argumentando que por Bagdad se comienzan a solucionar los problemas de Jerusalén.

Lo más verosímil sería alguna iniciativa en Palestina, dependiendo del resultado de las elecciones iraquíes si éstas se celebran, como está previsto, en enero. Unos resultados que no fueran desfavorables a los hombres de Washington prepararían el camino a una nueva Hoja de Ruta. Pero, por favor, que sea otra.

Bush y Ariel Sharon, en una conferencia de prensa ofrecida en la Casa Blanca el 14 de abril de este año.REUTERS

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