Reportaje:

Doma y enganche en Sevilla

Sábado 2 de octubre. En la hacienda La Boticaria de Alcalá de Guadaira hubo un instante en que parecía que se aliaban las fuerzas de la naturaleza y el arte. Corrían los centauros para esquivar el látigo de Hipodamía, vieja domadora que acariciaba a la vez su rueda de fuego y su inseparable perro. La escena era un frontón viviente que, llegado el cénit, se petrificó, y ya fue para siempre un circo, un circo bellísimo que escondía una sutil amenaza. Porque de repente las "fieras velludas" de Homero se convirtieron en imponentes caballos, prestos para la exhibición de doma y enganche de l...

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Sábado 2 de octubre. En la hacienda La Boticaria de Alcalá de Guadaira hubo un instante en que parecía que se aliaban las fuerzas de la naturaleza y el arte. Corrían los centauros para esquivar el látigo de Hipodamía, vieja domadora que acariciaba a la vez su rueda de fuego y su inseparable perro. La escena era un frontón viviente que, llegado el cénit, se petrificó, y ya fue para siempre un circo, un circo bellísimo que escondía una sutil amenaza. Porque de repente las "fieras velludas" de Homero se convirtieron en imponentes caballos, prestos para la exhibición de doma y enganche de la yeguada de Agua de Sevilla, pura raza española. Así comenzaron los fastos de inauguración de la primera Bienal Internacional de Arte Contemporáneo de Sevilla (BIACS), clausurados con los conciertos de música de J. S. Bach, Schumann y Ravel. Cualquier ironía de la dialéctica de la tradición y la modernidad se había vuelto casi inofensiva: música clásica, muy clásica, la danza de las bestias domesticadas y un hombre gris con un maletín en la mano que señala las frías chimeneas del recinto del monasterio de La Cartuja como logotipo de la bienal.

Szeemann habla de los artistas como de un espejo puesto ante el camino de la poesía

Harald Szeemann, el hombre equivocado en el momento y sitio equivocados, se pasea por las salas del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo con su metro de costurera en la mano, mientras tararea la canción de Camarón de la Isla, "Gitana, te quiero, te amaré toda la vida y moriré con tus besos". ¿Dónde estás, alegría de mis sueños?, se pregunta. Después de La belleza del fracaso, la última exposición que ideó para la Fundación Miró, urge buscar utopías. El comisario suizo las encuentra en los pechos exuberantes de Pilar Albarracín (el vídeo titulado Furor latino, 2003) y en la Fuente (2003) diseñada por Fernando Sánchez Castillo, un camión antidisturbios medio enterrado en uno de los lagos en la entrada del monasterio que bombea agua durante todo el día y hasta consigue crear un arco iris con la luz del sol.

En total, 63 artistas y un programa de actividades paralelas bajo el lema "Hospitalidad y tolerancia" que incluye un ciclo de cine, vídeos, performances y conferencias, y que el comisario suizo ha diseñado como "poesía en el espacio". "Tengo la esperanza", explica, "de que los visitantes sientan que la bienal es una aventura para el espíritu y el corazón. Los conceptos que hay en el arte deberían rendirse a los sueños maravillosos, críticos y poéticos. El arte no debe ser un comentario de la actualidad, por el contrario, debe dar una expectativa a través de la intensidad del presente". Szeemann habla de los artistas como de un espejo puesto ante el camino de la poesía, aunque Juana de Aizpuru, directora gerente e ideóloga de esta bienal, identifique a estos mismos artistas como piezas de un engranaje mercantil, el espejo de la naturaleza económica y agente inhibidor que en vano intenta echar a perder la poesía. Y es ahí donde esta bienal se quiebra, porque no se puede sostener un espejo ante un erial, domesticador y somnífero. Pues ¿en qué momentos el espejo deja a Szeemann que el artista y su obra aparezcan en toda su estremecedora vitalidad? Una bienal de arte organizada con el capital de 28 empresarios y el soporte de las instituciones públicas está condenada a ser vista de modo ambivalente: encarnada a rachas por el galopar del centauro, o por el defecto que la hace dócil de la tiranía del látigo en la doma y el enganche. En el primer caso, contados artistas nos muestran qué ocurre cuando una bienal tiene a una inteligencia -aunque nada severa consigo misma- como artífice; en el segundo, se la condena a una belleza banal y a la repetición.

La alegría de mis sueños es el título de este acontecimiento sevillano, un lema que, definitivamente, nos hace olvidar que todo Szeemann estaba en una de sus frases más brillantes, "When attitudes become form" (cuando las actitudes se convierten en formas) y que dio lugar en la Kuntshalle de Berna (1969) a una exposición que supuso un paso más hacia un nuevo formalismo, y más aún, un paso travieso que buscaba el punto de encuentro de todos aquellos que levantaban sus gritos contra las concepciones tradicionales de museos, galerías y obras de arte. Sólo ejemplos como el de Mirek Tichý (1922) con sus fotografías en blanco y negro de mujeres bañistas hechas con aparatos casi de juguete (cámaras caseras construidas por el autor checo) es capaz de hacernos creer que todavía quedan artistas de verdad, perdidos en cualquier rincón del mundo y en sí mismos. Un caso parecido es el de Virxilio Viéitez (1930) y sus retratos costumbristas de personas de la Galicia rural alejados de toda infamia y estetización, algo que también consigue -y muy a pesar del formato comercial de sus fotografías- el trabajo de Cristina García Rodero (1949) con sus series sobre las comunidades coptas en Etiopía, las concentraciones de freakies en el desierto de Nevada y la titulada Burning man.

Evaporizada cualquier línea argumental de la exhibición, se nos antoja deseable el esfuerzo por encontrar esas alegrías en los sueños de Szeemann. Y así, destacamos el trabajo de Antoni Abad, Sitio Taxi, un conjunto de 17 fotografías de taxistas de México DF y otros tantos ordenadores conectados a la red desde donde el visitante puede contactar en directo con los conductores y palpar el ritmo y la densidad de una gran ciudad; las ventanas de Tobias Rehberger que dan acceso al Memorial del agua donde descansan las columnas y mármoles que dejó abandonadas el arquitecto del monasterio de Santa María de las Cuevas; el homenaje de Chillida a Juan Gris (1987); las potentísimas planchas de acero cortén de Richard Serra (New Union), los trenes de Juan Muñoz (Descarrilamiento, 2001), la pista de skateboard en el patio del claustro del luxemburgués Michel Majerus, la dinámica arquitectura de ladrillos, aluminio y neón de Pedro Cabrita Reis en el refectorio, y la instalación del japonés Tatsorou Bashi en el jardín de plantas aromáticas del monasterio, un apartamento elevado construido a la altura de una estatua de Colón allí enclavada y en donde la cabeza del navegante genovés sirve de elemento decorativo junto a otros objetos y mobiliario cedidos por la firma sueca Ikea.

El resto de las obras son o han sido habituales en bienales y museos: las señales de neón de hoteles del turco Hüseyn Alptekin, ahora desacomodadas en los pasillos del monasterio; los módulos de señalización de Rogelio López Cuenca -que fueron censurados en la Expo 92- los ahorcaditos de Maurizio Cattelan, el money money de Tracey Emin, el reloj floral de Federico Guzmán, los juegos semióticos de Joseph Kosuth, los bordados con frases del refranero popular de Anette Messager, la Casa obesa de Erwin Wurm, las montañitas de especias de Ernesto Neto, los cuerpos flotantes de Daniel Canogar y Annika Larsson, las coreografías minimalistas de Santiago Sierra, las viudas negras del italoafricano Sarenco, las lágrimas de cristal que cuelgan en la cúpula de la sacristía de Javier Velasco, las acuarelas de colores caramelo de Shahzia Sikander o la Parada marcial de Zhou Xiahou. En resumen, si la solución a la llamada bienalización del arte es que la de Sevilla llame a la indiferencia, entonces... es que somos parte del problema.

BIACS 1. La alegría de mis sueños. Monasterio de La Cartuja. Sevilla. Hasta el 5 de diciembre.

'Fuente' (2003), instalación de Fernando Sánchez Castillo en el Monasterio de La Cartuja, en Sevilla.PABLO JULIÁ

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