Columna

Los niños asustados

Todo el País Vasco se ha estremecido tras el suicidio de Jokin, un niño de 14 años acosado por sus compañeros de instituto, un aterrorizado preadolescente que no encontró otra escapatoria a un infierno de vejaciones que la muerte. Se ha abierto una investigación. Corren rumores acerca de la inmoralidad de unos mocosos que se divertían mortificando a uno de sus iguales; rumores de cierta pasividad por parte de los educadores; rumores, incluso, de vagas connivencias entre unos y otros. Borro todo lo escrito porque no es justo imputar sin saber. Lo cierto es que hoy una familia asiste con impoten...

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Todo el País Vasco se ha estremecido tras el suicidio de Jokin, un niño de 14 años acosado por sus compañeros de instituto, un aterrorizado preadolescente que no encontró otra escapatoria a un infierno de vejaciones que la muerte. Se ha abierto una investigación. Corren rumores acerca de la inmoralidad de unos mocosos que se divertían mortificando a uno de sus iguales; rumores de cierta pasividad por parte de los educadores; rumores, incluso, de vagas connivencias entre unos y otros. Borro todo lo escrito porque no es justo imputar sin saber. Lo cierto es que hoy una familia asiste con impotencia a la mayor de las tragedias concebibles: el suicidio de un hijo.

Hace tiempo que nuestra sociedad se ha transformado en un blando amasijo de individuos sin claros criterios éticos. Mientras los mayores, confundidos, buscan desesperadamente alguna nueva legitimación para la autoridad (como si aún hiciera falta legitimarla), pequeños gusanos morales se aprovechan de saberse en la más absoluta impunidad. Y no hablamos sólo de adolescentes. Incluso los niños van ganando autonomía moral ante la abrumadora indecisión de sus mayores. Resignados a que eso forme parte de nuestro paisaje costumbrista, cualquier adolescente habla hoy con una suficiencia que estremece. Y nadie se atreve a recordarle que bastará que pasen unos años para que la madurez, la verdadera madurez, le haga consciente de todas sus insuficiencias, esas insuficiencias que los seres humanos cargamos, por el mero hecho de serlo, y que sólo logramos compensar mediante altas dosis de prudencia y urbanidad.

Cuesta aceptar, sin embargo, que más allá de las particulares lacras de nuestro tiempo también hay una realidad atávica, que quizás cargamos en los genes y que ningún modelo educativo ha conseguido nunca erradicar: la intrínseca crueldad de los patios de colegio, el carácter totalitario con que se forman las pandillas, la certidumbre de que en todo grupo de niños, en todo puñado de adolescentes, la cohesión se refuerza mediante la agresión al débil o al distinto, en un cruel ejercicio de fascismo moral, de implacable selección ecológica, que exige identificar víctimas y chivos expiatorios. Los patios, los vestuarios, los bares. Este país, todos los países, están hoy mismo llenos de pandillas que han escogido a un ser especialmente débil para odiarlo hasta el final. Los niños son ignorantes éticos predispuestos a la tortura psicológica, a la paliza espontánea, a la persecución moral o física del distinto, sea cual sea el elegido: el más gordo, o el más flaco, o el más pequeño, o el más asustado, o el más leal a sus maestros, o el más concentrado sobre sí mismo. Las escuelas han sido siempre abominables decorados donde se desarrollan millones de pequeñas tragedias infantiles, lugares horribles donde se extienden los motes vejatorios, las delaciones cobardes, las venganzas amparadas en el anonimato. Allí se explotan sin pudor las vergüenzas, los complejos, los temores; allí, lisa y llanamente, se busca hacer daño por placer.

Hoy se denuncian muchas clases de violencia, pero nadie ha reparado aún en esa violencia metódica, cruel, profundamente miserable, que se practica desde edades muy tempranas en todos esos lugares donde los niños se sienten a salvo de los mayores, lugares donde ellos, amparados en la ausencia de responsabilidad, pueden desplegar con total impunidad su instinto degradante, su capacidad para humillar, para vejar, para localizar, cercar y someter a las víctimas propiciatorias. Nadie ha hecho nunca una estadística de esos suicidios, de esas pérdidas atroces. Quizás porque basta un solo caso para que la pérdida sea enorme.

Para una mayoría de niños asustados esos dolorosos procesos de iniciación se convertirán tan sólo, con el tiempo, en un recuerdo de la infancia, lo cual ni impide que sean, en su momento y en su edad, una auténtica tortura. Hoy mismo muchos niños tienen miedo, hoy mismo se agitan en secreto corazones sobrecogidos, atormentados, que esperan con espanto la llegada del próximo lunes, que sueñan sin cesar con una escalinata, con una puerta, con una verja abierta, esa frontera que les conducirá otra vez a un infernal patio de colegio, donde algunos le esperan.

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