Crítica:

A puño limpio

Por mucho que, ya en su tiempo, fuera considerado "el primer cuentista en lengua castellana", Horacio Quiroga (Salto, Uruguay, 1878-Buenos Aires, Argentina, 1937) queda lejos de ser un escritor canónico. Las razones que lo explican son escurridizas. Tienen que ver, sin duda, con el nivel tan irregular de su producción. Tienen que ver también con su propio mito personal, con esa marginalidad en que lo recluyó, a fuerza de tragedias, su carácter salvaje y obstinado. Y tienen que ver, sobre todo, con el trato desdeñoso de que fue objeto por parte de la generación de escritores que lo sucedió -la ...

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Por mucho que, ya en su tiempo, fuera considerado "el primer cuentista en lengua castellana", Horacio Quiroga (Salto, Uruguay, 1878-Buenos Aires, Argentina, 1937) queda lejos de ser un escritor canónico. Las razones que lo explican son escurridizas. Tienen que ver, sin duda, con el nivel tan irregular de su producción. Tienen que ver también con su propio mito personal, con esa marginalidad en que lo recluyó, a fuerza de tragedias, su carácter salvaje y obstinado. Y tienen que ver, sobre todo, con el trato desdeñoso de que fue objeto por parte de la generación de escritores que lo sucedió -la que en Argentina se agrupó en torno a las revistas Martín Fierro y, luego, Sur- y a la que, por los años treinta del pasado siglo, cupo establecer, con influencia muy determinante, el canon de la literatura rioplatense.

CUENTOS DE AMOR DE LOCURA Y DE MUERTE

Horacio Quiroga

Ensayo preliminar

de Andrés Neumann

Menoscuarto. Palencia, 2004

296 páginas. 14 euros

Borges dijo de Quiroga que "escribió los cuentos que ya habían escrito mejor Poe o Kipling". La frase, proferida con venenosa displicencia, se hace eco de lo que precisamente constituye uno de los méritos principales de Quiroga: haber atraído a la literatura en lengua española, más particularmente a la hispanoamericana, las savias poderosas de autores como Poe o como Kipling, como Conrad, como Maupassant, como Chéjov. No importa tanto considerar si Quiroga alcanzó a escribir distinto o mejor que estos autores, como el hecho admirable de que, a través de Quiroga, se empezó a escribir en Latinoamérica como lo hacían estos autores. Lo cual vale por decir que con Quiroga germina en el continente suramericano la tradición moderna del cuento, que iba a arraigar allí de manera tan formidable.

Esto aparte, Quiroga es un

cuentista verdaderamente extraordinario, y la reedición de estos Cuentos de amor de locura y de muerte (sin coma entremedio, como él dispuso) ofrece una ocasión excelente para comprobarlo. Se trata de una colección de relatos que, al ser publicada en 1917, procuró a su autor su primer éxito importante de crítica y de público, marcando el comienzo de su etapa más rutilante como escritor. Quiroga recogía bajo este título una docena y media de piezas seleccionadas entre las muchas que había ido publicando en la prensa de Buenos Aires durante los tres últimos lustros. El título pensado por Quiroga en un principio, Cuentos de todos los colores, da una pista de la variedad de registros que aquí todavía pulsa quien orientó su vocación en la estela de un modernismo que amalgamaba los ripios del romanticismo tardío con la morbidez del decadentismo. Pero, entre los relatos que acusan todavía la recalcitrante impronta de Maupassant y de Poe (y entre los que se cuenta alguna que otra pieza maestra, como 'El almohadón de pluma', de 1907), se abren camino en este libro, con impresionante contundencia, los que tienen por escenario las tierras del Chaco y -sobre todo- de Misiones, agrestes regiones del norte de Argentina en las que Quiroga había de ensayar, con tesón inquebrantable, su personal utopía de arraigo.

Como en ningún otro de los libros de Quiroga, se asiste en estos Cuentos de amor de locura y de muerte al espectáculo soberbio de una auténtica mutación estilística obrada por el seco impacto, sobre una sensibilidad cultivada, nerviosa y sensual, de una naturaleza salvaje, a cuyo orden profundo -"sus leyes y armonías oscurísimas"- se esforzó Quiroga en acompasar su propia vida y su escritura. Es el latido primordial del continente americano el que secamente retumba en la oquedad abierta trabajosamente por Quiroga en su propio lenguaje; es la observación y el impregnamiento de formas de vida elementales las que despojan de sofisticamientos su rumbo y su sintaxis narrativos, insuflándoles a cambio un nuevo sentido de la fatalidad y del patetismo.

A los cuentos que tienen por escenario las tierras -y los ríos- de Misiones los llamó Quiroga cuentos de monte, y en una carta de 1917 -el mismo año de la publicación de los Cuentos de amor de locura y de muerte- los contrapone a los que él llama cuentos de efecto, diciendo de aquéllos que son historias escritas "a puño limpio". De uno y otro tipo de cuento contiene este libro muestras portentosas, si bien son los cuentos de monte los que suenan para el lector actual con acento más genuino y más contemporáneo. En el titulado 'Los pescadores de vigas', se lee, por ejemplo, referida al indígena que lo protagoniza, esta descripción característica de la eficaz objetividad -llena de contrastes atrevidos y poderosos- en la que Quiroga descuella: "Pasa ahora los días sentado en su catre de varas, con el sombrero puesto. Sólo sus manos, lívidas zarpas veteadas de verde que penden inmensas de las muñecas, como proyectadas en primer término de una fotografía, se mueven monótonamente sin cesar, con temblor de loro implume".

El mismo relato sirve inme-

jorablemente para ilustrar el modo tan convincente en que Quiroga acierta a proyectar en un mismo plano de destino las fuerzas incontrolables de la naturaleza y las no más controlables de los medios y las relaciones de producción en que se funda la sociedad de los hombres; otro de los aspectos en que se destaca la originalidad y la vigencia de Quiroga.

Andrés Neumann prologa con esmero esta edición de Cuentos de amor de locura y de muerte, que incluye en apéndice los tres cuentos suprimidos por el propio Quiroga en la tercera edición del libro. También en apéndice se sirven al lector -pese a que algunos son muy posteriores a los cuentos aquí reunidos- cuatro "escritos del autor sobre el cuento", en los que Quiroga teoriza precursoramente en torno a este género.

Quiroga inauguró en Hispanoamérica la ya larga tradición -continuada recientemente por autores como Ricardo Piglia o Roberto Bolaño- de inventariar las propias tesis sobre el cuento. En su célebre "decálogo" de 1927 -incluido en esta edición- se encuentran recomendaciones tan citadas como ésta: "No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad de camino".

Resulta chocante que Borges, tan buen lector de Poe y de Kipling, no lo fuera de Quiroga y no alcanzara a reconocer en él más que un mediocre epígono de estos autores. En la perspectiva que el tiempo proporciona, el recuerdo de Quiroga parece interponerse hoy, de un modo nada intempestivo, en la lectura de algunos de los relatos del propio Borges, y no precisamente los peores.

En cuanto a Quiroga, en un escrito muy tardío, elocuentemente titulado 'Ante el tribunal' (1931), se defiende con dramatismo del juicio severo de los más jóvenes, que no parecían reconocer su "largo batallar contra la retórica, el adocenamiento, la cursilería y la mala fe artísticas". Se trata de una especie de testamento en el que hace causa personal del género que se empeñó en practicar durante toda su vida, deslindándolo cuidadosamente de la novela y caracterizándolo esencialmente por "la acuidad de la emoción creadora", que "a modo de corriente eléctrica" se manifiesta en el cuento por una "fuerte tensión".

La misma, en definitiva, que conservan intacta buena parte de estos relatos.

El autor Horacio Quiroga (1878-1937) visto por Fernando Vicente.

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