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Aunque el CVC no llegó a aprobar anteayer un documento sobre la situación real de las políticas lingüísticas, han trascendido buena parte de los argumentos pesimistas que figuran en el mismo y que se harán públicos en septiembre. De entrada, y más de dos décadas después de aprobarse el Estatuto de Autonomía y la ley que había de llevarnos al establecimiento de un bilingüismo plausible (los más optimistas, ante la regulación constitucional, la estatutaria y la de la LlUEV siempre lo entendimos asimétrico), la situación del uso oficial del valenciano, la del prestigio social y la calidad de los ...

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Aunque el CVC no llegó a aprobar anteayer un documento sobre la situación real de las políticas lingüísticas, han trascendido buena parte de los argumentos pesimistas que figuran en el mismo y que se harán públicos en septiembre. De entrada, y más de dos décadas después de aprobarse el Estatuto de Autonomía y la ley que había de llevarnos al establecimiento de un bilingüismo plausible (los más optimistas, ante la regulación constitucional, la estatutaria y la de la LlUEV siempre lo entendimos asimétrico), la situación del uso oficial del valenciano, la del prestigio social y la calidad de los ámbitos de uso, arrojando saldos numéricos de indudable entidad no resisten una auditoría desapasionada ni denotan cambios estructurales capaces de llevar el concepto de cooficialidad al terreno de una asimetría soportable.

El conjunto de políticas de la Generalitat Valenciana, el de la Administración Local propia y, claro está, el del ámbito de competencia del Estado en nuestro pequeño país a lo largo de los últimos veintiocho años habrían podido dar bastante más de sí. Y lo grave no es que casi tres décadas construyendo la libertad no hayan dado frutos más brillantes, no, lo grave es que al valenciano le llegaron las curas históricas de urgencia nominales cuando otras lenguas ya habían conquistado los corazones de su solar y la dominante empezaba a luchar con el inglés y, por ello, a hacerse fuerte en los territorios colonizados desde siglos. Al valenciano se le declaró subsidiario en la Constitución, atávicamente cooficial en el Estatuto, y se le acotaron sus objetivos en una ley (nunca le agradeceremos bastante a Ciprià Ciscar que consiguiera un consenso de mínimos para la misma en un contexto de inmediato y lamentable conflicto) que proponía muchos objetivos pero los dejaba al albur de las políticas públicas concretas de los inquilinos futuros de las instituciones sin demasiados imperativos adosados.

Medios limitados y no justamente restitutivos al alcance de los valenciano-parlantes propiciaron más de una década de acoso ante los tribunales de justicia por los atrevimientos que cometimos a favor de un estatuto decente para nuestra lengua propia, hasta que también la justicia leyó con atención y generosidad que lo poco que las leyes nos concedían no podía interpretarse restrictivamente. En ese sentido, la doctrina que se fue abriendo paso en el TSJCV fue de inestimable ayuda al de todas maneras escaso juego que las leyes daban al derecho nunca prescrito que los usuarios de la lengua propia tenemos a que sea instrumento y vehículo sin menoscabos.

La crítica a las políticas públicas en materia lingüística que se desprende del texto del CVC, no obstante, no debe esconder que cuando todo se fía a la acción de los poderes públicos se apuesta de algún modo por la inacción de la sociedad civil, por el conformismo y por la filosofía de que todo nos lo den hecho. En el caso del valenciano echamos en falta una mayor presencia de movimientos civiles manteniendo la posición en todos y cada uno de los ámbitos donde ni siquiera se cumplen los mínimos reconocidos al valenciano, o aquellos otros donde se vive de espaldas a la lengua propia y todo conmina a prescindir de ella.

Porque sin presión, sin testimonio diario y eficaz, sin organizaciones transversales de usuarios leales de la lengua propia, las políticas de las mayorías (de izquierda o de derecha, da igual) siempre son según el termómetro electoral.

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