Columna

La socialización del modelo CiU

Ganó la abstención. Cuando más de la mitad de los electores no van a votar, cualquier otro dato es secundario. Los partidos políticos y los analistas más conservadores (los que creen que su misión es siempre defender lo establecido) tienden siempre a minimizar la abstención. Por dos razones: porque no quieren admitir ningún signo que cuestione, aunque sea indirectamente, el sistema político vigente, y porque son deudores de una idea de la obligación ciudadana que presenta al abstencionista como una persona desinteresada, cuya indiferencia no merece ser reconocida. Sin embargo, la decisión de q...

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Ganó la abstención. Cuando más de la mitad de los electores no van a votar, cualquier otro dato es secundario. Los partidos políticos y los analistas más conservadores (los que creen que su misión es siempre defender lo establecido) tienden siempre a minimizar la abstención. Por dos razones: porque no quieren admitir ningún signo que cuestione, aunque sea indirectamente, el sistema político vigente, y porque son deudores de una idea de la obligación ciudadana que presenta al abstencionista como una persona desinteresada, cuya indiferencia no merece ser reconocida. Sin embargo, la decisión de quedarse en casa es tan legítima como la de ir a votar. El que vota no tiene más derechos que el que no lo hace. No votar es una de las opciones que tiene el ciudadano, y unos pueden abstenerse por desidia, pero otros pueden hacerlo por cansancio o por rechazo. Todo cuenta en la configuración de la opinión pública, base de la democracia.

Cuando más de la mitad de los electores convocados optan por no ir a votar, no se puede mirar hacia otro lado. El voto es el primer elemento de legitimación del sistema democrático. Sin votantes no hay democracia. El número de votantes en una sociedad es un indicativo del estado de salud de su democracia. La ausencia masiva de las urnas es, quiérase o no, en Estados Unidos o en Europa, una denuncia, una expresión de que la ciudadanía no se siente concernida.

Precisamente esto es lo que nos dicen las elecciones europeas: los ciudadanos no sienten como suya la Unión Europea. De nada sirve recordar que la mayor parte de las cosas que hacemos cualquier día están sometidas a regulación europea. Los ciudadanos buscan un responsable y no le ven el rostro. Los rostros visibles son los de los gobiernos de cada Estado (y, en España, los de los gobiernos autónomos). La comisión es un ente gris al que la ciudadanía no reconoce ni perfil, ni autoridad. Las instituciones europeas son algo muy lejano, fruto de cambalaches entre los gobiernos de los distintos Estados, con lo cual los ciudadanos deducen que incluso para lo que se decide en Europa lo importante no son los parlamentarios europeos, sino los gobiernos de cada país. Europa se ha construido sin apelar a la complicidad de la ciudadanía. Ha sido una operación diseñada en los laboratorios del poder, con el miedo de perder cuota de mando en el cuerpo de todos los gobiernos. Cuando han querido abrirla a la ciudadanía, ésta ha respondido con desconfianza.

España había estado a la cabeza de la participación europea. Ha durado poco. Como en casi todos los países la desconfianza se ha impuesto. Hay atenuantes en este caso: las elecciones europeas venían después de un año intensísimo de grandes desencuentros políticos -especialmente la guerra de Irak-, del gran trauma del 11-M, y de una serie de elecciones en cadena. Para muchos, con el cambio de Gobierno que salió de las elecciones de marzo, concluyó el ciclo. Las elecciones europeas quedaban en fuera de juego. La ciudadanía tenía la sensación de que el 14-M ya cumplió con su deber. Ni siquiera cabía como incentivo el voto de castigo al Gobierno, que es para lo que sirven estas elecciones en la mayoría de países. Con sólo dos meses en el mando, el Gobierno del PSOE todavía está en la fase de gracia. Sólo el electorado del PP podía tener alguna motivación: la reacción de orgullo por una derrota inesperada. A la hora de la verdad, el voto de patriotismo de partido sólo ha permitido a la derecha alcanzar una derrota dulce. Y es conocido que, a menudo, las derrotas dulces se acaban lamentando porque sólo sirven para aplazar crisis inevitables.

Con lo cual el dato más destacado de estas elecciones está en Cataluña: el desconcertante -y a menudo desconcertado- Gobierno tripartito, pese a llevar ya bastantes meses en el poder, no recibe ni un signo de castigo. Convergència i Unió se pega un castañazo espectacular.

Tengo la impresión de que CiU ha sido víctima de su propio éxito. ¿Qué éxito? La socialización de su modelo. Una vez los demás partidos lo han incorporado, la coalición se ha quedado sin señas de identidad propias. CiU construyó su hegemonía en la política catalana sobre una especie de mainstream ideológico (al que algunos llaman movimiento nacional) basado en un nacionalismo de amplio espectro que, de la mano de Pujol, supo presentar como marca registrada. Poco a poco los demás partidos -incluido el socialista, que seguía ganando cuanta elección de ámbito español se presentaba- fueron entrando en este terreno de juego, que CiU supo imponer como espacio de la corrección política. La victoria del tripartito -como sus primeros pasos demuestran- ha sido, en buena parte, la asunción de este modelo por otras fuerzas políticas. Con lo cual CiU ha perdido la patente y se ha quedado compuesta y sin perfil. El tripartito sigue gozando de la proteccíón especial de la ciudadanía, con la ayuda de confusas razones patrióticas, de las que CiU gozó muchos años, y CiU se encuentra a la intemperie y sin estrategia.

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Al formarse una coalición de gobierno de partidos de izquierda, el espacio que quedaba para que la oposición lo ocupara era el de la derecha y el centro derecha. CIU tenía aquí territorio para rehacerse. Pero prefirió sustituir cualquier intento de reflexión sobre lo que le había ocurrido por el elemental tópico de que la culpa de todo la tenía su alianza con el PP, que siendo parte del problema no es el todo, ni mucho menos.

Ahora, CiU está en tierra de nadie. Artur Mas se ha empeñado en una estéril disputa con Esquerra sobre el pedigrí nacionalista de unos y otros, y ha dejado a la derecha un espacio que puede permitirle al PP empezar a crecer. Si CiU sigue como hasta ahora, el PP será la única oposición real al tripartito.

CiU tiene que reinventarse. Ha perdido el monopolio del nacionalismo y, por tanto, tiene que ser capaz de construir otra narración. Todas las comparaciones tienen algo de absurdo, pero lo que ha ocurrido a CiU es algo parecido a lo que ocurrió al PSOE: contribuyó poderosamente a crear unas clases urbanas avanzadas que, cuando la política socialista se enturbió, le dejaron plantado y dieron ocho años de hegemonía el PP, y el PSOE tuvo que empezar desde bastante abajo. CiU está en este punto. Su próximo congreso debería ser el de la gran renovación: de ideas y de personas porque estas cosas siempre van juntas. Cuando se pierde el poder después de tantos años, la crisis regeneradora es inevitable. Cuanto más pronto pasa, mejor. A veces las derrotas duras ayudan a ganar tiempo.

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