Tribuna:

Chile, ese país tan largo

En Chile hace frío estos días. Como mínimo para mi piel entrada ya en la primavera mediterránea, con bikini en el horizonte y esa sensación placentera que dan los primeros calores. Estoy en Santiago de Chile porque he tenido el honor -uno de esos honores que cosquillean las paredes interiores- de ser investida doctora honoris causa por la Universidad de Artes y Ciencias de la Comunicación. La biografía personal, que ya debe empezar a ser algo densa y que está plagada de artículos, conferencias y luchas a favor de los derechos de la mujer y la infancia, ha sido la base para un premio sin...

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En Chile hace frío estos días. Como mínimo para mi piel entrada ya en la primavera mediterránea, con bikini en el horizonte y esa sensación placentera que dan los primeros calores. Estoy en Santiago de Chile porque he tenido el honor -uno de esos honores que cosquillean las paredes interiores- de ser investida doctora honoris causa por la Universidad de Artes y Ciencias de la Comunicación. La biografía personal, que ya debe empezar a ser algo densa y que está plagada de artículos, conferencias y luchas a favor de los derechos de la mujer y la infancia, ha sido la base para un premio sin duda inmerecido, pero muy lindo. Voy a intentar sentirme feliz, a pesar de los miedos, las muchas inseguridades, la enorme dificultad que tenemos los mortales para aceptar la felicidad.

En Chile tengo la oportunidad de cenar, en cenas distintas por supuesto, con las tres grandes opciones que están representadas en la Cámara, la derecha, el centro-derecha y la concertación, esa peculiar coalición de partidos (desde el Partido Radical, de base masónica, hasta la democracia cristiana, pasando por opciones de izquierda) que está en el gobierno de Lagos. De todas las conversaciones, incluidas las que tengo con autoridades universitarias, con periodistas y con mujeres dirigentes de Chile (de cuya organización, Comunidad Mujer, soy miembro honorario), extraigo algunas fotografías simbólicas de la actual sociedad chilena. Lo primero, Pinochet. Una, educada en las canciones de Víctor Jara y en la postal sangrante del famoso estadio, nunca puedo aproximarse al tema de Pinochet con frialdad racionalista. Sin embargo, lo intento, aunque sea como deferencia a mis muchos colegas de mesa y conversación. Dos ideas: todos están de acuerdo en que vulneró los derechos humanos y ejerció una dictadura feroz; al mismo tiempo, también todos están de acuerdo (incluida la izquierda) en que creó las bases de la actual y floreciente economía chilena. Como si fuera una especie de hidra histórica cuyas dos cabezas fueran altamente contradictorias. No haré ni un solo esfuerzo por mejorar la imagen que tengo del dictador, pero obligatoriamente me quedo con el dato. Al mismo tiempo, también todos me dicen que Pinochet nunca será juzgado, y lo plantean con entusiasmo o con desánimo, pero con igual convicción. El debate no está en la calle, ni ocupa las conversaciones, y sólo mi interés reabre un tema que está más vivo fuera de Chile que dentro. "Ojalá consiguiéramos juzgarlo", me comenta una diputada socialista, "pero estamos convencidos de que eso no ocurrirá". Pinochet tiene perfectamente instalados sus salvavidas en el Supremo.

Dos temas, vinculados los dos a la cuestión femenina, inundan mis días con palabra chilena: el caso de una juez que acaba de perder la custodia de sus hijos porque se declaró lesbiana y ello, según el tribunal, "le impide educarlos" (!), y el hecho de que, por primera vez en la historia de Chile, dos mujeres compitan en un partido para ser sus candidatas a la presidencia de la República. Me lo explican diputadas y rectoras de universidad, con esa mirada de "en España estáis mucho más avanzadas". Y a partir de ahí me inundan a preguntas sobre Zapatero, tan impresionadas por sus dos grandes decisiones sobre la mujer (la paridad efectiva en el Gobierno y la conversión en tema de Estado del drama de la violencia doméstica), que han convertido España en el modelo de debates parlamentarios, peticiones y reivindicaciones. Recuerdo que en Barcelona tuvimos ya nuestro caso de madre lesbiana en los juzgados, pero ganó el sentido común, la justicia, la no discriminación. En Chile, el Chile donde Escrivá de Balaguer tiene una calle central, el país se declara confesional, acaba de aprobar la ley del divorcio y están en plena fase de lucha contra la píldora del día siguiente, lo que ha ocurrido con la juez no es extraño, aunque sea notoriamente escandaloso. Pinochet ya no manda, y su fea cara de déspota es hoy la crónica de una pesadilla antigua, pero la Iglesia manda hasta tal punto que aún configura, para su desgracia, el pálpito de la vida chilena. Y, como siempre, no es para bien.

Lo que más les duele y, a la vez, les define es la convicción de la lejanía. Chile tiene una alma austral, a pesar de ser uno de los países más europeos del cono sur. Cada vez que tocamos temas complejos, especialmente aquellos que inundan, por su importancia trágica, los grandes titulares del mundo, me reaccionan más con interés de aprendiz que con vocación de opinadores. Hablamos del terrorismo nihilista, de Irak, del atentado de Atocha, de la cuestión de Oriente Próximo, y se beben mis reflexiones con voracidad. Pero no opinan demasiado, y responden al unísono, "Chile está tan lejos...". Sin embargo, no lo está. Justito al otro lado de los Andes vibra en todo su esplendor intelectual Argentina, uno de los países con más cultura política de la zona. Y Brasil, el otro gran gigante, tiene una vocación de intervención internacional también inequívoca. "Son los Andes", me responden. No lo creo. Deben de ser los Andes simbólicos que estructuró Pinochet en las épocas del miedo. Esa honda cultura de dominio de los dictadores, que acuñó el nuestro, en frase gloriosa, para gloria de la imbecilidad: "Hagan como yo", decía Franco, "no se metan en política". Y ya sé que los chilenos se metieron hasta el hueso en política, y murieron en las cárceles y en los estadios, y lucharon. Pero más allá de la lucha, queda esa lejanía simbólica, esa invertebrada e inconsciente cultura del miedo que nos aleja del mundo, cuando el mundo libre no es el nuestro. Algo y mucho hay aún de inapetencia, de sensación de impunidad de los grandes lobbies de poder, de frustración. "Nunca lo juzgarán", resuena en los cafés de la mañana. Por ello todo es lejano, distante, austral... Porque la perversidad de los fuertes, Iglesia incluida, aún se ejerce con impunidad.

Pilar Rahola es periodista y escritora. Pilarrahola@hotmail.com

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