Columna

No volverán a Región

La idea, aparentemente inocua, de incluir entre las reformas de la Constitución la denominación de las 17 comunidades autónomas puede tener efectos colaterales que comprometan la viabilidad del conjunto de la reforma. En el debate de investidura, el portavoz de CiU, Duran Lleida, hizo la propuesta (a la que días después se adhirió Maragall) de aprovechar la ocasión para especificar cuáles de las 17 son nacionalidades y cuáles regiones. De esta manera se introduce el debate que se quiso evitar en 1978: una distinción neta entre ambos conceptos de la que derivasen derechos.

Durante años, ...

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La idea, aparentemente inocua, de incluir entre las reformas de la Constitución la denominación de las 17 comunidades autónomas puede tener efectos colaterales que comprometan la viabilidad del conjunto de la reforma. En el debate de investidura, el portavoz de CiU, Duran Lleida, hizo la propuesta (a la que días después se adhirió Maragall) de aprovechar la ocasión para especificar cuáles de las 17 son nacionalidades y cuáles regiones. De esta manera se introduce el debate que se quiso evitar en 1978: una distinción neta entre ambos conceptos de la que derivasen derechos.

Durante años, un argumento para no plantear reformas constitucionales sobre cuya necesidad había un principio de acuerdo (como la del Senado) ha sido el temor a que, una vez abierta esa brecha, los nacionalistas intentasen replantear algunas de las bases esenciales del modelo: la generalización autonómica y el no establecimiento de techos competenciales diversos, más allá de los derivados de la existencia de hechos diferenciales. Fue una opción discutible, pero hoy sabemos que difícilmente evitable: de haberse limitado el acceso al autogobierno a las llamadas comunidades históricas o establecido dos categorías de autonomía con diferentes derechos no habría habido manera de impedir una dinámica de agravios comparativos, y el Estado resultante habría sido poco funcional en lo administrativo e ingobernable en lo político.

Pero aquella decisión es sobre todo irreversible. Una vez desplegado todo el mapa autonómico, por vía lenta o rápida pero con básicamente las mismas competencias potenciales, la vuelta atrás es imposible. Y algunas de las de vía lenta ya se definieron, en las reformas de sus estatutos de los años noventa, como nacionalidades. La protesta de los nacionalistas contra la generalización es incoherente. Por una parte, la autonomía de los demás es garantía de la propia frente a eventuales reacciones involucionistas, y no se ve en qué puede perjudicar a las propias competencias el que también las tengan otras comunidades; por otra, a mayor extensión de la autonomía, menor poder del Estado central, luego más posibilidades de desarrollar políticas autónomas, no condicionadas. Pero además, la constitucionalización de los hechos diferenciales ha hecho compatible la igualación competencial básica con la existencia de asimetrías de hecho entre las comunidades con fuerte conciencia de singularidad y el resto. Como alguna vez ha dicho Miquel Roca, lo que de verdad distingue a las nacionalidades es que en ellas los partidos nacionalistas suelen tener fuerte presencia política y electoral. Lo que se traduce en un ejercicio de las competencias con arreglo a prioridades y valores singulares.

Entonces, ¿por qué la insatisfacción de los partidos nacionalistas, principales beneficiarios del sistema autonómico? ¿Existe la posibilidad de dar satisfacción a sus aspiraciones, aumentando sus competencias, como propone Maragall? Con todas las competencias propias de Estado del bienestar transferidas, no parece haber mucho margen. A no ser que, bajo la apariencia de una discusión competencial, de lo que se trate sea de cambiar el sistema de financiación. Pero en esto tampoco hay mucho margen. El catalanismo político ha acabado formulando su aspiración mediante la fórmula "pagar por renta y recibir por población". Pero eso ya ocurre. Si se exceptúa a las comunidades forales, País Vasco y Navarra, que se benefician de unos ingresos per cápita muy superiores a la media, el resto se mueve en un margen bastante estrecho. Maragall parece ser consciente de esa realidad cuando, a la hora de concretar su propuesta, explica (La Vanguardia, 23-4-2004) que se trata de que "un ciudadano vasco y uno catalán, que probablemente tengan una renta per cápita similar, paguen y reciban lo mismo".

El problema no es, por tanto, que Cataluña contribuya más de la cuenta, sino que, pese a ser tan nacionalidad como Euskadi, no tiene unas posibilidades financieras comparables. Ése es el problema, y no la indefinición constitucional sobre la diferencia entre nación y región. Pero al introducir esa cuestión ahora, con las 17 comunidades consolidadas y una fuerte resistencia ciudadana a cualquier planteamiento que se perciba como discriminatorio, se hace casi imposible alcanzar un consenso comparable al de 1978: condición, según el expreso compromiso de Zapatero, para llevar adelante la reforma.

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