Editorial:

Un fracaso de Putin

La historia se repite, pero en este caso la reincidencia agrava aún más las cosas. Una bomba colocada en el palco de honor del estadio de Grozny quitaba ayer la vida al presidente Ajmad Kadírov, junto a un elevado número de dignatarios y militares de la Administración subrogada de Chechenia. Era la conmemoración de la victoria soviética en la II Guerra, que se celebra en todo el país, y hace dos años, en idéntica ceremonia, otro artefacto colocado por el separatismo checheno causaba 30 muertes, muchas de ellas, de niños escolares. Pero esta vez, la muerte de Kadírov, el hombre elegido p...

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La historia se repite, pero en este caso la reincidencia agrava aún más las cosas. Una bomba colocada en el palco de honor del estadio de Grozny quitaba ayer la vida al presidente Ajmad Kadírov, junto a un elevado número de dignatarios y militares de la Administración subrogada de Chechenia. Era la conmemoración de la victoria soviética en la II Guerra, que se celebra en todo el país, y hace dos años, en idéntica ceremonia, otro artefacto colocado por el separatismo checheno causaba 30 muertes, muchas de ellas, de niños escolares. Pero esta vez, la muerte de Kadírov, el hombre elegido por el presidente ruso, Vladímir Putin, para liquidar la insurrección caucásica, pone al desnudo el fracaso de una acción política que ni seduce a la población, ni es militarmente capaz de acabar con la acción terrorista de los rebeldes.

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La propia tradición rusa de conmemorar con gran aparato la derrota nazi, incluso en Grozny, es toda una ironía porque los chechenos, que fueron deportados a cientos de miles, acusados por Stalin de colusión con el enemigo alemán, guardan pésimos recuerdos de lo que Moscú llamó la Gran Guerra Patriótica, y el bombazo es la manera que tiene el terrorismo separatista de observar la fecha.

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Kadírov, que procedía de las filas del nacionalismo radical, y había sido reclutado en 1999 cuando era muftí, jefe religioso musulmán de la república, era el hombre de Moscú desde hace cuatro años, y había sido elegido presidente en octubre pasado, en unos comicios de los que lo menos que hay que decir es que registraron un número inverosímilmente alto de votantes -80% de ellos, favorables a Kadírov- en un país donde la inseguridad es extrema.

Ni Rusia ha perdido la guerra, ni Putin la ha ganado. No hay un verdadero ejército rebelde enfrente, sino una multitud de grupos, clanes, familias en revuelta -lo que hace aún más difícil su eliminación-, porque la guerrilla ha sufrido auténticos reveses ante el Ejército ruso, pero los insurgentes retienen, pese a ello, su capacidad de hacer el país políticamente inviable, asestando terribles golpes, como el de ayer en el estadio.

Tan sólo una negociación política puede poner fin a la revuelta, pero el presidente ruso se ha comprometido a no negociar con los que califica de "bandidos", dando por buena una Administración que es evidente que no recibe el apoyo de gran parte de la población, y aún peor, ante unos insurgentes que cuentan con complicidades en lo más alto, como parece probar que pudieran colocar una bomba prácticamente bajo el asiento presidencial. Por todo ello, a la nueva Rusia de Putin le quedan graves y viejos problemas por resolver.

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