Columna

Tanto, tanto ruido

Escribir algún libro que no pueda faltar en la biblioteca de cualquier buen lector es el sueño de todos los escritores, y para cuando llegó el 28 de julio de 1851, el norteamericano Nathaniel Hawthorne ya lo había conseguido con sus dos novelas más célebres, La letra escarlata y La casa de los siete tejados, de modo que, al menos en ese terreno, debía ser un hombre bastante feliz y, sin duda, estaría a punto de iniciar otra de sus inquietantes historias. Pero entonces llegó ese día y lo que ocurrió le hizo dejar de lado todos sus proyectos y ponerse a escribir el relato que ahora...

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Escribir algún libro que no pueda faltar en la biblioteca de cualquier buen lector es el sueño de todos los escritores, y para cuando llegó el 28 de julio de 1851, el norteamericano Nathaniel Hawthorne ya lo había conseguido con sus dos novelas más célebres, La letra escarlata y La casa de los siete tejados, de modo que, al menos en ese terreno, debía ser un hombre bastante feliz y, sin duda, estaría a punto de iniciar otra de sus inquietantes historias. Pero entonces llegó ese día y lo que ocurrió le hizo dejar de lado todos sus proyectos y ponerse a escribir el relato que ahora acaba de publicarse en España, con prólogo de Paul Auster, y cuyo título es Veinte días con Julian y Conejito. Lo que ocurrió aquel día de julio fue que Sophia, la mujer de Hawthorne, dejó la casa familiar de Massachusetts y, en compañía de sus hijas Una y Rose, se marchó de viaje a Boston. Nathaniel Hawthorne se quedó al cuidado del tercer hijo del matrimonio, Julian. Iban a estar solos veinte días. Hawthorne empezó a contar su experiencia y hoy, al leer las páginas que escribió entonces, nos damos cuenta de que lo primero que descubrieron ambos, él y Julian, fue el ruido. El ruido como liberación.

"Papá", confiesa Hawthorne que le dijo el niño, en cuanto su madre y sus hermanas salieron por la puerta, "¿verdad que es estupendo que se haya ido el bebé? (...) ¡Ahora puedo gritar y chillar tan fuerte como quiera!". Hawthorne da fe del placer redentor que el niño saca haciendo un ruido de mil demonios, y decide no prohibirle el capricho: "Después, se puso a jugar por su cuenta al bat and ball con una gran raqueta y mucho alboroto en la estancia, felicitándose sin cesar del permiso concedido para hacer todo el ruido que quisiera en ausencia del bebé. Disfruta tanto de esa libertad, que me propongo no limitársela por mucho ruido que haga".

Se ve que casi todos los españoles y, más específicamente, casi todos los madrileños, debemos ser a la vez Hawthorne y su hijo Julian, gente que escandaliza y alienta el escándalo, que vive el ruido como una expresión de independencia o como un privilegio que no se debe interrumpir. Quizá por eso Madrid es la ciudad más ruidosa de Europa, la que está a la cabeza de lo que ahora se llama, con toda justicia, contaminación acústica. Sales a cualquier parte en Madrid y te acuerdas de aquella canción de Joaquín Sabina que se llamaba, justamente, Ruido: "Ruido de tenazas, / ruido de estaciones, / ruido de amenazas, / ruido de escorpiones, / tanto, tanto ruido. / (...) Ruido platos rotos, / ruido años perdidos, / ruido viejas fotos, / ruido empedernido. / Ruido de cristales, / ruido de gemidos, / ruidos animales, / contagioso ruido. / (...) Ruido de frenazos, / ruido sin sentido, / ruido de arañazos, / ruido, ruido, ruido." Qué poca distancia hay de la palabra "contaminación" a la palabra "veneno".

Las autoridades municipales de ahora y de entonces, igual que los padres benevolentes del tipo de Hawthorne, toleran el ruido y suelen mirar con cierta condescendencia irónica a los que se quejan de él. Lo toleran como el tráfico enloquecido o las estupideces con que los genios callejeros del gaffitti les amargan los muros de sus casas a los demás. Hay que ver con esos finolis que no pueden soportar una discoteca bajo su salón, chunda-chunda de siete de la tarde a cuatro de la mañana; o el paso de los autobuses que hacen temblar los cristales de sus dormitorios; o el muérete-muérete-muérete de las taladradoras y martillos neumáticos que abren una y mil veces sus calles; o el zumbido de los aparatos de aire acondicionado que el vecino desconsiderado ha puesto encima de sus cabezas. ¿No les da vergüenza que la capital -con perdón- de España sea la ciudad más ruidosa del continente? No, no mucha, por lo que se ve.

El ruido y todo lo que produce el ruido: agresividad, ira, trastornos mentales y desesperación, además de cientos de bajas laborales a causa del estrés, imposibilidad de concentrarse, hablar, pensar. ¿No merece la pena que el problema empiece a ser tomado un poco en serio? ¿Me oyen? No, en estéreo no, en serio, ¡en se-rio! Me oyen. Oigan. ¿Puede alguien oírme?

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