Tribuna:DEBATE | Crímenes contra mujeres

Violencia viril

Las frecuentes noticias sobre mujeres asesinadas por sus respectivos maridos o compañeros sentimentales está generando un debate público sobre un problema de amplio alcance: las víctimas mortales son sólo una pequeña proporción de las mujeres maltratadas con más o menos frecuencia y brutalidad, física y psicológicamente, por otros tantos hombres cuyo comportamiento no parece fácil que hoy se pueda evitar.

El problema no es nuevo. Durante la dictadura, el Código Penal condenaba a pena de destierro al hombre que encontraba a su mujer yaciendo con otro y mataba a ella y/o a su amant...

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Las frecuentes noticias sobre mujeres asesinadas por sus respectivos maridos o compañeros sentimentales está generando un debate público sobre un problema de amplio alcance: las víctimas mortales son sólo una pequeña proporción de las mujeres maltratadas con más o menos frecuencia y brutalidad, física y psicológicamente, por otros tantos hombres cuyo comportamiento no parece fácil que hoy se pueda evitar.

El problema no es nuevo. Durante la dictadura, el Código Penal condenaba a pena de destierro al hombre que encontraba a su mujer yaciendo con otro y mataba a ella y/o a su amante, para salvaguardar su honor. Por tanto, las mujeres y hombres que hoy tenemos más de 25 años hemos vivido en un ambiente en el que la ley y la copla entonaban "la maté porque era mía", y las personas más jóvenes, en su trato con las más mayores, se han familiarizado con esta mentalidad.

Hay que empezar por nombrar el problema con palabras que lo definan con claridad
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Tampoco parece que estas agresiones hayan aumentado debido a la mayor autonomía económica y afectiva de las mujeres; al contrario, esta autonomía la hemos conquistado, individual y colectivamente, para liberarnos de unos abusos que la ley, la costumbre y la mentalidad religiosa y política consideraban normales y consustanciales con la virilidad y el papel del pater familiae; y para ello, hemos topado con la incomprensión e incluso con reacciones violentas de los hombres y de algunas mujeres. Se han modificado las leyes. Pero la posibilidad de denunciar en las comisarías a los hombres que maltratan a las mujeres sólo ha sido factible a medida que los medios de comunicación se han hecho eco de los casos más graves, aunque todavía no resulta tan fácil como, por ejemplo, denunciar el robo de una cartera. Porque cambiar la mentalidad es una tarea más lenta y difícil.

Este cambio ha de empezar por nombrar el problema con palabras que lo definan con claridad.

La expresión violencia de género enmascara la realidad, suena mal y sólo se entiende en los círculos feministas académicos, políticos y mediáticos que han logrado imponerla. Con el término género se pretende distinguir los rasgos sexuales de los modelos de comportamiento que se les atribuye. Pero en la práctica, suele utilizarse reduciendo la atención a las mujeres que, una vez más, aparecen como víctimas. Se desvía, así, la atención de los hombres, los responsables de las agresiones y los crímenes, y se elude examinar los móviles de los comportamientos de unos y otras.

Más acertado parece hablar de violencia doméstica, porque no reduce el problema a una confrontación sexista, o de género, sino que abarca las diversas relaciones entre mujeres y hombres de distintas edades y condiciones que se dan en el mitificado dulce hogar. Pero induce a aislar estos conflictos a un espacio social reducido.

Por el contrario, las reacciones violentas que conducen a muchos hombres a maltratar a las mujeres hasta la muerte no pueden atribuirse simplemente a patologías individuales. Aparecen estrechamente relacionadas con ese modelo de masculinidad valorado socialmente como superior: un arquetipo viril que tradicionalmente se ha inculcado a los niños para hacerlos hombres, con ese sentido fuerte que se asocia con posiciones de poder en los espacios domésticos y en los escenarios públicos, y que hoy también hemos de asumir las mujeres que nos incorporamos a estos escenarios. Este arquetipo forma parte de una memoria histórica patriarcal de larga duración, compartida por todas las culturas que practican la expansión territorial sobre otros pueblos. De ahí que el patriarcado se caracterice por un sistema de valores que considera natural no sólo el dominio del hombre sobre la mujer, como suele plantearse, sino también el dominio sobre otros.

Tenemos indicios para pensar que el ejercicio de este dominio no ha sido ni es tarea fácil, y que hizo necesario construir la que podemos considerar como gran mentira primigenia: la afirmación de que existen unos seres humanos superiores a otros. Esta afirmación falsa, que ha sido cuidadosamente argumentada por las religiones y los padres de la filosofía y la política, desde Platón y Aristóteles hasta nuestros días, sólo puede sustentarse con una negación también falsa: definiendo inferiores a "los otros".

La eficacia de esta primera mentira depende de que se imponga mediante la coerción (como decía Aristóteles, "la guerra es un medio natural y justo para someter a quienes nacidos para ser mandados, se niegan a someterse"). Pero depende, ante todo, de su aceptación como verdad. Para tener credibilidad, ha tenido que ser asumida, primero, por los pueblos que practican la expansión que la han aplicado a sus relaciones internas, generando un sistema en el que se ha definido al hombre superior a las mujeres y las criaturas no adultas. Por eso, el arquetipo viril aceptado tradicionalmente como superior, prepotente con las mujeres y criaturas del propio grupo, y con otros pueblos, está en la base del sistema institucional privado y público que ha atribuido al pater familiae y al Estado el monopolio de la violencia. Y sólo se puede consolidar en la medida en que se inculca a los niños, en el proceso de aprendizaje del comportamiento adulto, a través de la familia, el Ejército, la religión, la escuela, los medios de comunicación..., y lo asumen como lo humano superior hasta encarnarlo.

Creer en la mentira primigenia, pretender que se forma parte de colectivos superiores (por el sexo, la edad, la raza, la religión, la lengua...), puede provocar reacciones violentas, físicas o simbólicas, ante cualquier expresión humana que se identifica con lo inferior, por tanto, que hay que reprimir, en uno mismo y en los demás, individual o colectivamente. De ahí la violencia de los hombres contra las mujeres, pero también otras formas de violencia que reclaman hoy un debate que ya no se puede eludir.

Amparo Moreno Sardà es catedrática de Periodismo de la UAB y concejala del Ayuntamiento de Tortosa. Es autora de El arquetipo viril protagonista de la historia, LaSal, Barcelona, y La otra política de Aristóteles, Icaria, Barcelona.

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