Columna

Dos discursos de Lasa

En su exposición de la galería bilbaína Espacio Marzana, el escultor José Ángel Lasa (Legorreta, 1948) ha sugerido que su obra persigue deconstruir el objeto e insinuar la forma. Es posible que el motor que anima esa búsqueda provenga de una ruptura con el mundo de las convenciones, al punto de concluir todo ello en la ilogicidad de la norma.

Las tres esculturas presentadas quieren refrendar esos postulados, aunque a través de dos discursos diferentes entre sí. Una de las esculturas reposa en el suelo. Se trata de un haz de ramas bastante anchurosas de árboles varios, como roble,...

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En su exposición de la galería bilbaína Espacio Marzana, el escultor José Ángel Lasa (Legorreta, 1948) ha sugerido que su obra persigue deconstruir el objeto e insinuar la forma. Es posible que el motor que anima esa búsqueda provenga de una ruptura con el mundo de las convenciones, al punto de concluir todo ello en la ilogicidad de la norma.

Las tres esculturas presentadas quieren refrendar esos postulados, aunque a través de dos discursos diferentes entre sí. Una de las esculturas reposa en el suelo. Se trata de un haz de ramas bastante anchurosas de árboles varios, como roble, castaño, acacia, avellano, madroño, que el escultor ha modelado y manipulado a su antojo. Asentados sobre una especie de patas forman un conjunto llameante, con las puntas extremadamente buidas, con un ritmo insinuante hacia uno de los lados. El grupo escultórico lleva una capa de pintura de un amarillo estridente. Desde ese toque final se puede iniciar una vuelta atrás y verificar imaginariamente las fases de su transformación. Es decir, aquello que fue rama de un árbol determinado se le vistió (recortó y varió) de una forma distinta; se le afiló una parte e hizo compañía a ramas de otras especies de árboles, que a su vez fueron recortadas (vestidas) y puntiagudizadas, hasta convertirse cada una de esas transformaciones en un conjunto escultórico.

Otra escultura, semejante a la anterior, va colocada en la pared. Sobre un disimulado y bien oculto perchero cuelga otro haz de ramas, esta vez muy delgadas. También las púas de las cabezas semejan lanzas fogueadas. La mayoría de las ramas están construidas sobre dos brazos, uno para mostrar la rama visible en toda su largura y el otro, recortado, con la función de hacer de gancho donde se cuelga cada rama. Una pintura azulenca de carrocería de automóviles se encarga de envolver al conjunto. Del mismo modo que en el grupo anterior, se puede analizar un idéntico juego de transformaciones.

Discurso aparte e intencionalidad diferente encontramos en la tercera escultura. Consiste en dos rígidas sillas pintadas de gris, cuyas posiciones van distorsionadas boca abajo y pegadas a la pared a metro y medio del suelo. Dos bloques formados por pequeños haces de ramas, en forma de uves irregulares, pegadas unas ramas a otras, discurren por el interior de las sillas. Si bien en ese conjunto de haces se vive un aura semejante al de las dos esculturas mentadas, la presencia de las sillas toma otro sentido, por lo que nos remite a otros creadores. Hablaríamos de Jannis Kounellis y, sobre todo, de Reinhard Mucha. La colocación de esas sillas es coherente con la ilogicidad de la norma que persigue el escultor guipuzcoano, afincado en Bilbao desde hace muchos años.

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