Bibliotecas
Hay en marcha una campaña publicitaria en algunas paradas de autobús refiriéndose a las bibliotecas como lugar de encuentro para ver, escuchar, jugar, compartir, navegar, conocer y siempre leer. Lo más importante al final. No para darle énfasis, es lo que menos interesa.
Todos conocemos la falta de espacio y las dificultades de los jóvenes para estudiar en las viviendas actuales, pero es un disparate animar a esa tropa a que siga convirtiendo las bibliotecas en salas de estudio de colegio, instituto o universidad.
Algunas como la de Menéndez Pelayo, en el barrio de Ventas, destin...
Hay en marcha una campaña publicitaria en algunas paradas de autobús refiriéndose a las bibliotecas como lugar de encuentro para ver, escuchar, jugar, compartir, navegar, conocer y siempre leer. Lo más importante al final. No para darle énfasis, es lo que menos interesa.
Todos conocemos la falta de espacio y las dificultades de los jóvenes para estudiar en las viviendas actuales, pero es un disparate animar a esa tropa a que siga convirtiendo las bibliotecas en salas de estudio de colegio, instituto o universidad.
Algunas como la de Menéndez Pelayo, en el barrio de Ventas, destinan la mayor parte de su espacio a amplias mesas que son ocupadas por estudiantes que acarrean desde sus casas en abultadas mochilas toda clase de enseres: bebidas, rotuladores, equipos portátiles de música, apuntes, foninos (estoy con Lázaro Carreter), libros de texto y hasta algún atril.
De la biblioteca aprovechan el espacio, la calefacción y los servicios. Si alguna vez ustedes visitan este recinto, verán que la mayor parte de los libros, revistas y periódicos están en una catacumba defendida por una trinchera de empleados que realizan las tareas del préstamo.
Los lectores lo tienen difícil. Acceder a un libro requiere localizarlo en uno de los dos terminales del ordenador (cola asegurada), solicitarlo en el mostrador-trinchera y luego disputarle a los okupas del piso de arriba un trocito de mesa en esa sala en la que sólo falta el encerado y la tiza para sentirse como un novato que se ha equivocado de aula.
En cambio, en otras bibliotecas como la de Retiro se ha dedicado una sala a la lectura de prensa y ahí los lectores no tienen que consultar el calendario de exámenes para saber si van a encontrar sitio o no. En vez de crear nuevas bibliotecas, ¿no sería más fácil hacer salas de estudio con un simple vigilante y dejar las bibliotecas a los lectores?
Hace 25 años, el director de la Biblioteca Nacional tenía el mismo problema y lo resolvió. La Biblioteca Regional también se ha librado de la plaga. Todos podríamos librarnos de ella si habilitaran locales de estudio. Es más barato, requiere personal menos cualificado y podrían servir para usos diferentes, por ejemplo como lugar de encuentro para jóvenes como alternativa al botellón. El 26 de febrero de 2003 escribí con parecidos argumentos a la jefa del Servicio Regional de Bibliotecas. Pero debe leer poco. O no le interesa el asunto.
Espero que el nuevo consejero de Cultura y Deportes comparta conmigo esta funesta manía o al menos impida que se derroche el dinero público en campañas publicitarias que no sirven en absoluto para acercar a los ciudadanos a la lectura. Más bien los espantan.