Columna

Democracia y mercado

Los dos términos que titulan esta columna son el referente político-económico más frecuentemente invocado en estos albores del siglo XXI y han acabado por formar un sintagma que parece no tener alternativa. La democracia de mercado, en la imparable secuencia economía de mercado / sociedad de mercado, se ha constituido en la estación terminal, la meta última del desarrollo institucional de la humanidad. Ya nos lo predecían Huntington y Fukuyama, esos adelantados de los think-tanks norteamericanos que han acompañado la entronización ideológica del clan Bush. Democracia obviamente liberal,...

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Los dos términos que titulan esta columna son el referente político-económico más frecuentemente invocado en estos albores del siglo XXI y han acabado por formar un sintagma que parece no tener alternativa. La democracia de mercado, en la imparable secuencia economía de mercado / sociedad de mercado, se ha constituido en la estación terminal, la meta última del desarrollo institucional de la humanidad. Ya nos lo predecían Huntington y Fukuyama, esos adelantados de los think-tanks norteamericanos que han acompañado la entronización ideológica del clan Bush. Democracia obviamente liberal, pues según todos sabemos, la teoría pura del equilibrio general garantiza que la economía de mercado, regida por las leyes de la competencia perfecta, tiende hacia el pleno empleo y a la asignación óptima de los recursos. Es decir, al óptimo social. Con la sola condición de que el Estado no interfiera en ese proceso, condición que la democracia tiene que hacer respetar, aunque sea negándose a sí misma.

En esa perspectiva la democracia se subsume en el mercado, con lo que ya no son antagonistas ni siquiera conflictivos, sino supuestamente complementarios. La democracia al preservar al mercado de todo tipo de interferencias acrecienta la legitimidad y eficacia de éste y el mercado al concentrar en su ámbito todas las presiones económicas libera el espacio político de los propósitos que le son ajenos y consolida la democracia al clausurarla en su propio ámbito (Dan Usher, The economic prerequisites of democracy, Columbia University Press). Ahora bien, la realidad de los hechos es muy otra. Nunca como hoy han existido tantas democracias en el mundo, lo que no ha impedido que las disfunciones económicas, nacionales y mundiales, sean hoy más graves y numerosas que nunca: el paro que no cesa, el hambre como destino inevitable, la generalización de la desigualdad, las crisis recurrentes, la miseria de masa. El análisis económico de las hambrunas prueba que la dificultad de evitar sus estragos reside en la desigualdad de rentas y recursos de quienes las sufren más que en las insuficiencias de la producción alimenticia (Coles y Hammond, Walrasian equilibrium without survival, Oxford University Press 1995). Para Cass Sunstein, las solas fuerzas del mercado conducen a una desigualdad económica radical, ya que "los mercados no acabarán nunca con las discriminaciones..., pues son con mucha mayor frecuencia la causa del problema que su solución" (Free markets and social justice, Oxford Press 1997). La mundialización al operar en un espacio -el mundial- en el que no existe Estado tiene que atribuir al mercado la totalidad de las funciones que aseguran el funcionamiento del sistema y al proceder de esta manera radicaliza la tendencia liberal a la sustitución de la democracia por el mercado y de lo político por lo económico, con la consiguiente agravación del desequilibrio entre los actores.

Esta desarmonía, esta dificultad de entendimiento entre los dos miembros de la pareja no es de ahora, y la crítica marxista, tan brillantemente sintetizada en el breviario de Stanley Moore (The critique of capitalist democracy, 1957), y el análisis desde la opción de la democracia participativa por Crawford B. Macpherson (The life and times of liberal democracy, Oxford Press) ayudan a desmontar la arrogancia del capitalismo liberal y del mercado dominador, para los que la democracia sólo es el instrumento de su hegemonía.

Frente a ellos la combinación de Estado democrático y capitalismo de mercado, de intervención pública y de autonomía privada, que en los años treinta, de la mano de Keynes, saca al mundo de su gravísima crisis y que en la última posguerra mundial logra aunar recuperación económica, solidaridad social y apertura nacional, abre el camino a la complementariedad de sus componentes. Fuera de ella las sociedades democráticas resisten difícilmente a la rapacidad de sus grandes actores económicos, cuyos desmanes acaban pagando sus ciudadanos. ¿Por qué y hasta cuándo los probrecitos demócratas tendrán que asumir los impunes latrocinios de los grandes patronos de Enron, WorldCom, Global Crossing, Crédit Lyonnais, Adelphia, Elf, AOL Time Warner... y ahora, como regalo navideño, la indecencia de Parmalat, y los inacabables chanchullos inmobiliarios? La democracia se merece otros mercados y otros mercaderes.

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