Tribuna:

Deseos ante el cambio

Nadie puede poner en duda que el pasado martes, con la investidura de Maragall como nuevo presidente de la Generalitat, comenzó una nueva etapa en la historia política de Cataluña. Algunos, como es natural, lo lamentan, incluso con evidente amargura; otros están lógicamente entusiasmados; unos terceros, están simplemente contentos, aunque expectantes. Finalmente están los indiferentes y los escépticos: a los que les da lo mismo y los que creen que nada ha cambiado. Las sociedades son afortunadamente plurales y la nuestra no escapa a la regla.

Los 23 años de gobierno convergente han teni...

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Nadie puede poner en duda que el pasado martes, con la investidura de Maragall como nuevo presidente de la Generalitat, comenzó una nueva etapa en la historia política de Cataluña. Algunos, como es natural, lo lamentan, incluso con evidente amargura; otros están lógicamente entusiasmados; unos terceros, están simplemente contentos, aunque expectantes. Finalmente están los indiferentes y los escépticos: a los que les da lo mismo y los que creen que nada ha cambiado. Las sociedades son afortunadamente plurales y la nuestra no escapa a la regla.

Los 23 años de gobierno convergente han tenido una evidente continuidad aunque puedan trazarse diversas fases. La hegemonía social e ideológica de CiU en los años de mayoría absoluta no puede compararse con los últimos tiempos de crisis y decadencia. En realidad, la Cataluña plural no comenzó a tener presencia visible en la opinión pública hasta mediados de la década de 1990, cuando el monolitismo político y cultural característico de la etapa anterior comenzó a resquebrajarse.

La nueva Generalitat se legitimará socialmente en la buena programación y gestión de las políticas concretas

Ello se comprueba por el continuado aumento desde 1995 de la participación en las elecciones autonómicas. Ascenso tímido, sin embargo, ya que todavía una parte significativa de esta Cataluña plural no se ha sentido integrada en las instituciones públicas catalanas. Precisamente, uno de los principales retos del próximo Gobierno tripartito de izquierdas es convertir a la institución autonómica en la Generalitat de todos para que nunca vuelva a suceder que al referirnos a un partido o a un Gobierno de un color determinado utilicemos su nombre. En la sesión de investidura, no sólo Maragall sino también Carod Rovira han puesto énfasis en esta cuestión: es de esperar que acompañen con gestos convincentes y con medidas gubernativas adecuadas estos deseos iniciales.

La continuidad de los sucesivos gobiernos convergentes ha tenido como hilo conductor el pensamiento y la acción de su dirigente máximo. Hace unos años se solía decir que en CiU mandaban sólo tres personas: Jordi, Pujol y Soley. Y el miembro más volteriano de la dirección convergente dio el mote de Coral Sant Jordi al Consell Nacional, órgano máximo del partido. Todo ello era así, exactamente así. Ahora, el patriarca está en su otoño y el partido, en su momento más difícil.

La política de Pujol ha tenido tres elementos principales. Primero, el nacionalismo identitario, es decir, la idea de una Cataluña fundamentada en la historia y la lengua, culturalmente homogénea, como punto de partida y como horizonte de llegada. En realidad pura mística, aunque seductora y estimulante en tiempos de crisis ideológica. Segundo, una gestión de gobierno sin guión alguno, actuando siempre a salto de mata según las fluctuantes conveniencias del momento, pero que satisfacía a una amplia y variada gama de sectores sociales. Sin rigor ni plan de gobierno, los ciudadanos catalanes -amigos aparte- han sido considerados durante estos años como meros clientes a los que se debía contentar de forma individual y singularizada. Cuando la empresa fallaba, la culpa se atribuía siempre a Madrid, un concepto abstracto que no coincide exactamente con la ciudad de tal nombre. Tercero, una relación tensa con otro concepto al que se denomina España, del cual se forma parte o no según la audiencia que se tenga delante.

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Con este brumoso bagaje, expresado ideológicamente a través de periódicos afines y, sobre todo, de radios y televisiones públicas -les teves, les seves- manejadas como propias, Pujol ha gobernado hasta los últimos años, ayudado por una oposición inoperante, con bastante comodidad. Anteayer, se le rompió el invento. El cambio ha llegado. Eso parece, al menos. Porque para que este cambio sea real y no quede en un mero recambio, se deben rectificar las políticas que derivan de los tres elementos a que hemos hecho referencia.

No está claro que el nacionalismo identitario quede en una ideología más, tan legítima como cualquier otra, pero sólo una más de las muchas existentes en una sociedad plural. La clave está en comprobar si Esquerra es consecuente con el cada vez más reiterado discurso de nacionalismo cívico que está predicando. Hay que ser optimistas y confiar en que las palabras de Carod y sus compañeros, reconociendo como legítima la diversidad de la sociedad catalana, no sólo son sinceras -que seguro lo son- sino que serán llevadas a sus últimas consecuencias. Por ahora, los indicios son positivos: en otro caso, no se hubieran arriesgado a dejar de lado a CiU en la formación del gobierno.

Pero donde se legitimará socialmente ese nuevo Gobierno es en la buena programación y gestión de las políticas concretas. Ahí la confianza hay que ponerla en Maragall y el PSC. Sin duda el nuevo presidente actuará mejor en el Gobierno que en la oposición. Y la fama de buen gobernante la tiene acreditada por su actuación como alcalde de Barcelona. Y cuando digo buen gobernante no me refiero a que puede ser un mero gestor políticamente aséptico, un buen tecnócrata. Al contrario, en Barcelona actuó como un magnífico alcalde de un Ayuntamiento de izquierdas. Sólo un mero apunte: se ocupó más, mucho más, de transformar Nou Barris que de cuidar Sarrià y Sant Gervasi. Evidente, me dirán. Pero si esto lo hace en Cataluña, la ilusión que ahora suscita su próximo gobierno se verá colmada. En suma: entonces sí que se notará el cambio.

Por último, esperemos que eso que se llama "la relación con España" no sea el tema estrella del nuevo Gobierno y en ello malgaste todas sus energías. El Estado de las Autonomías no está acabado porque en política nada se termina definitivamente. Pero es más importante saber invertir de manera útil los 17.000 millones de euros (casi 3 billones de pesetas) que ingresa anualmente la Hacienda de la Generalitat que seguir insistiendo en el debate esencialista sobre el manido "difícil encaje" de Cataluña en España. El discurso de investidura de Maragall no es, desde este punto de vista, alentador. Pero su actuación como alcalde de Barcelona, el creciente pragmatismo de Carod y el rigor y buen sentido de Joan Saura permiten mejores augurios.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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