Crítica:

El mérito de ser testigo directo

"Estamos no muy lejos del desastre", escribía D. E. Lawrence, el 22 de agosto de 1920, en The Sunday Times, al contar la acción de los ingleses que mandaban en Bagdad. La historia no tardó en confirmar su visión. A pesar de tener un mandato de la Liga de las Naciones y de difundir una promesa de "autodeterminación" de los indígenas, los jefes del Ejército británico acabaron bombardeando una población civil que asesinaba a sus "libertadores" occidentales.

Más de ochenta años después, en el mismo lugar, al final de otra guerra de "liberación", ganada por tropas anglo-estadounidense...

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"Estamos no muy lejos del desastre", escribía D. E. Lawrence, el 22 de agosto de 1920, en The Sunday Times, al contar la acción de los ingleses que mandaban en Bagdad. La historia no tardó en confirmar su visión. A pesar de tener un mandato de la Liga de las Naciones y de difundir una promesa de "autodeterminación" de los indígenas, los jefes del Ejército británico acabaron bombardeando una población civil que asesinaba a sus "libertadores" occidentales.

Más de ochenta años después, en el mismo lugar, al final de otra guerra de "liberación", ganada por tropas anglo-estadounidenses, otro escritor se arriesga a hacer un pronóstico, esta vez sobre la instauración de una democracia en Irak. "No hay razón alguna para que ella no sea posible", escribe Mario Vargas Llosa en este libro que recopila su reportaje en Irak, publicado el último verano por EL PAÍS, y por otros diarios y revistas.

DIARIO DE IRAK

Mario Vargas Llosa

Fotografías de Morgana Vargas Llosa

Aguilar. Madrid, 2003

171 paginas. 15,50 euros

Antes de formar su juicio, el novelista peruano se impuso 12 días de visita en la "libertad salvaje" de un país emergente de la guerra, del 25 de junio al 6 de julio. Recuerda esas fechas en la segunda línea de su introducción, pues sabe que, en cualquier momento, los hechos pueden establecer el anacronismo de su relato. Y con el mismo cuidado recuerda también, en la segunda página, su oposición a la intervención militar "expuesta de manera inequívoca el 16 de febrero".

El asesinato, posterior a la publicación del reportaje, de algunas de las personas que Vargas Llosa entrevistó, o que le ayudaron, localiza el contexto indeciso, amenazado y trágico, de un trabajo periodístico que enseguida modificó la visión del autor. Su reconstrucción de la vida cotidiana del pueblo iraquí en los tiempos del baazismo fue tan escalofriante que la derrota del sátrapa Sadam Husein para él se reveló como un punto de llegada. Por fin, y a pesar de los saqueos, un país acababa con una pesadilla de 35 años: es el paradigma de cada visita y entrevista en un texto que no esconde la voluntad de justificar una postura política.

Ahora que George W. Bush,

cansado de perder soldados a diario, habla de acelerar la entrega del poder a los iraquíes, existe la tentación de buscar profecías acertadas, o equivocadas, en la descripción de la Coalition Provisional Authority, o en los retratos de kurdos y chiitas que creen más en su comunidad que en un país producido por el colonialismo. El texto soporta aún semejante examen retrospectivo. Desde luego, las fotografías de Morgana Vargas Llosa, la hija del escritor, actúan como escudo. Recuerdan de lo que realmente tratan estas páginas: de la vida diaria de un viejo pueblo en el momento fugaz, inverosímil e inalcanzable, de construir la libertad bajo ocupación militar.

El oficio nunca se olvida: lo mejor de todo lo que escribió Vargas Llosa queda en la libertad total de unos pies de fotografías -"fantasías que tratan de recrear"- donde imagina con su talento de novelista el monólogo interior de los personajes que aparecen en ellas. Nunca hablan de una aspiración a la democracia, más bien de su voluntad de sobrevivir. Estos textos son tan diferentes del reportaje, lleno de interrogaciones políticas, que parecen tener otro autor más talentoso: el novelista quita mérito al reportero. Es injusto, pues este trabajo, que huele al cansancio, calor y polvo de todo recorrido en Mesopotamia, quedará como uno de los buenos testimonios sobre la crisis de Irak. Podrá colocarse junto a los artículos precisos de Jon Lee Anderson en The New Yorker y, como siempre, de la radical independencia de Robert Fisk en The Independent.

Cerrar el viaje con un retrato

de Paul Bremer, El virrey, es una decisión arriesgada que cualquier redactor en jefe habrá debatido con su periodista: tarde o temprano el representante de Washington se irá de Bagdad llevando en sus maletas la visión optimista que recopila su entrevistador peruano. A Vargas Llosa, la guerra le parece un "mal menor" frente al sufrimiento que impuso la tiranía. Su apuesta prodemocracia espera ahora el veredicto del tiempo, pero no se puede negar al autor el mérito indiscutible con el que se reconocía a Lawrence de Arabia antes de los bombardeos del pueblo de Bagdad: estuvo allí para contarlo.

Una calle de un barrio de mayoría chií en Irak.MORGANA VARGAS LLOSA

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