Crítica:

El joven cuáquero

"Coronel de carmín entre las flores". Con esta extraña y poética cita -un falso verso de Lope con plagio de Alberti, según propia confesión- encabeza Carlos Barral el quinto capítulo de su segundo libro de memorias (Los años sin excusa, 1977) dedicado en buena medida a la presentación de su amigo y colaborador Jaime Salinas, quien a partir de su llegada en 1955 se fue convirtiendo en una figura central de su editorial, en la mano derecha que le organizó e impulsó la mayoría de las grandes iniciativas que convirtieron a ambos en sendos editores clave en la historia literaria y cultural d...

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"Coronel de carmín entre las flores". Con esta extraña y poética cita -un falso verso de Lope con plagio de Alberti, según propia confesión- encabeza Carlos Barral el quinto capítulo de su segundo libro de memorias (Los años sin excusa, 1977) dedicado en buena medida a la presentación de su amigo y colaborador Jaime Salinas, quien a partir de su llegada en 1955 se fue convirtiendo en una figura central de su editorial, en la mano derecha que le organizó e impulsó la mayoría de las grandes iniciativas que convirtieron a ambos en sendos editores clave en la historia literaria y cultural de España de la segunda mitad del siglo XX. Quizá la cita sea abusiva, ya que Jaime Salinas no habla en estas sus Memorias de todo ello, o apenas, pues se detiene justo en el momento en que acaba de traspasar, en aquel otoño, la entrada en la "Casa Oscura", como el grupo de intelectuales de sus amigos calificaban al rancio edificio de la editorial Seix Barral, que en parte había heredado Carlos, y que apenas soportaría los sucesivos terremotos que sus pasos provocarían, pues motivó la salida de todos ellos al final: Salinas para cofundar Alianza Editorial y refundar después Alfaguara y Aguilar tras un efímero paso por la política, y Barral a sus proyectos propios, la política también y al final a un memorialismo notable, que junto a su obra poética le salvaron tras su inesperada muerte. Pero fue quien halló el modelo, pues tampoco el primer volumen de sus memorias trataba de lo fundamental, sino de su propia formación en medio de la deformación general franquista de que surgió.

TRAVESÍAS (MEMORIAS, 1925-1955)

Jaime Salinas

Tusquets. Barcelona, 2003

568 páginas. 23 euros

Quizá estoy planteando mi verdadero deseo, que es, tras leer estas espléndidas Travesías, poder continuar su lectura con la misma belleza, precisión e imparcialidad que transparecen en este volumen que, aunque no lo indique, preferiría que fuese el primero de una serie obligada, que Jaime Salinas nos tiene que ofrecer con menor relajación temporal de la que hasta ahora ha gozado. Pues si la vida "pública" de Carlos Barral nació del desierto y la deformación, la de Jaime Salinas vino precedida no de una deformación sino de un trauma brutal: la Guerra Civil y el exilio, que acabaron con su familia casi entera, y con el dorado mundo en el que había nacido. Esta travesía cuenta pues los primeros treinta años de su vida, en el seno primero de una familia de la buena burguesía, pues su padre fue el gran poeta y catedrático Pedro Salinas, y su madre pertenecía a una rica familia alicantina emigrada a Argelia -donde nació Jaime en 1925- compuesta por mujeres en su totalidad, después de sus abuelos y antes de sus posteriores enlaces y descendencias. La descripción de estos sus ambientes familiares -sobre todo los maternos, el padre era hijo único de comerciantes madrileños- es verdaderamente excepcional y muestran a un niño de la alta clase verdaderamente bien cuidado, pues además ve funcionar en su torno a las grandes figuras de la generación del 27, en el Madrid republicano y de la preguerra civil, que en su relato sin embargo palidece frente a las líricas y emotivas escenas de su geografía maternal.

Nunca llegué a saber por qué

uno de los cariñosos apelativos que sus amigos empleaban con él era el de "cuáquero", de no ser porque sus manos tiemblan con frecuencia cuando se emociona (los miembros de dicha secta protestante se denominan así por "temblorosos") aunque quizá en su caso todo venga de un trauma infantil, cuando Juan Ramón Jiménez se enfadó -y cómo- porque el niño Salinas había manchado de chocolate el mantel de Zenobia durante un convite infantil. Juan Ramón siempre le dio miedo, los Alberti le fascinaron, Lorca le llevó encima como un caballito, iba con retraso a su casa con flores y tocaba el piano: pero nunca se llevó bien con su padre, a cuya figura y obra no se acercó jamás del todo, su figura familiar fue sobre todo su hipersensible y frágil madre, y después su hermana Solita, cinco años mayor que él y siempre mucho más sólida, y que creó después su propia familia, cosa que su hermano Jaime nunca llegó a hacer, tras el paulatino descubrimiento de su homosexualidad, algo aquí contado -no descrito- sin ocultar nada, con todo cuidado y objetividad. Y que no me cabe duda de que fuera una de las barreras que la vida levantó entre padre e hijo.

Hubo más, desde luego, y quizá la más importante fue el rechazo paterno a que su hijo fuera voluntario como conductor de ambulancias en el ejército norteamericano al final de la Segunda Guerra Mundial, pues su destino era Birmania (y al final hasta proyectaba ir a China), aunque se quedó felizmente en Francia, Alemania, Suiza e Italia. En fin, que el exilio en Estados Unidos había educado al hijo de Pedro Salinas, tras la disgregación familiar, en un multiculturalismo lingüístico y formal que le convirtió en un desarraigado, un joven cuáquero trilingüe y bisexual y poco inclinado a lo "literario" y a lo hispánico, un mundo que pronto fundió sus esperanzas familiares, sus proyectos profesionales y hasta las vidas de sus padres. De todas formas, estas memorias circulan con facilidad por importantes escenarios cosmopolitas e internacionales, que se leen como una novela de aventuras bélicas o de (de)formación en diversos "campus" americanos, lo que al final, de viaje en viaje, de barco en barco, de camarote en camarote, explica el bien elegido título de "travesías", pues Jaime Salinas siempre las ha experimentado no como un trabajo sino como un placer, hasta estudiando los planos de los buques que tomaba, pues ha sabido tomar la vida bajo sus mejores aspectos, siempre fiel a un pacifismo integral, a su republicanismo natal y a un lujo del que la vida nunca le llegó a expulsar.

Asombra la minuciosidad y detalle de los pormenores que Jaime Salinas nos concede con unas buenas y concretas técnicas, pese a que le obsesione la corrección de su castellano (no hay trilingüismo perfecto), que sin embargo resulta muy correcto en estos tiempos de miseria expresiva, para sí lo quisieran la mayoría de los deleznables libros que nos inundan. Aquí se nos habla de una vida en la historia, en la española y en la universal, de la "fabricación de un español global", que después iba a ser un editor, uno de los editores clave del final del siglo XX. Pero eso vendrá después, tiene que venir inexorablemente, este paisaje y esta historia lo son de antes de las batallas que más (nos) interesan. Y por eso, recordándolo en sus bases como lo que entonces pudo ser, un "coronel de carmín entre las flores" o "el cuáquero" como en las bromas de Juan Benet y Juan García Hortelano, yo prefiero reconocerle como el "tito Jaime", que así le llamaban sus secretarias Charo e Ymelda, o sus colaboradores Felisa Ramos o José María Guelbenzu. Que siga, por favor, pues le necesitamos como el comer.

El editor Jaime Salinas (Maison-Carré, Argelia, 1925).RICARDO MARTÍN

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