Columna

La cuestión turca

En diciembre de 2004, en poco más de un año, la Unión Europea de los Veinticinco tendrá que tomar una decisión de la que en buena parte depende el que algún día pueda llegar a formar una entidad política, que sin reproducir sin más el modelo de las federaciones conocidas consiga una cierta cohesión cultural. Pues bien, si se acepta la entrada de Turquía en la Unión, esta meta se disipa del horizonte. Cierto que esto no desagrada a los que conciben una Europa sin fronteras claras, congelada en un simple mercado común; y lo más grave es que lo asumen los muchos que piensan que ya es demasiado ta...

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En diciembre de 2004, en poco más de un año, la Unión Europea de los Veinticinco tendrá que tomar una decisión de la que en buena parte depende el que algún día pueda llegar a formar una entidad política, que sin reproducir sin más el modelo de las federaciones conocidas consiga una cierta cohesión cultural. Pues bien, si se acepta la entrada de Turquía en la Unión, esta meta se disipa del horizonte. Cierto que esto no desagrada a los que conciben una Europa sin fronteras claras, congelada en un simple mercado común; y lo más grave es que lo asumen los muchos que piensan que ya es demasiado tarde para dar marcha atrás.

En la cumbre de Helsinki de diciembre de 1999 se concede a Turquía el status de candidato, en buena parte por la presión abierta de Estados Unidos. Pero una vez que la guerra de Irak ha dejado claro que los intereses europeos no siempre coinciden con los norteamericanos, se plantea de nuevo la cuestión de Turquía. Para la estrategia norteamericana en el Oriente Medio, y sobre todo para el tipo de Unión Europea que desean, esta ampliación es fundamental, pero ¿lo es también para los europeos?

No se trata de examinar si en Turquía se da la estabilidad institucional imprescindible para garantizar a la larga la democracia, ni si los derechos fundamentales están suficientemente arraigados, incluyendo el respeto de las minorías, ni si la economía puede aguantar el desafío de la integración. Sobre todos estos temas se puede tener criterios y llegar a resultados muy distintos, y no cabe la menor duda de que algunos de los Estados de los Balcanes que serán futuros candidatos no ofrecen mejores datos. La cuestión es si cabe construir la Europa política que pretendemos sin una noción de sociedad europea que implique de algún modo una forma de identificación cultural, una Europa que sólo podrá ser si se entiende como una cultura propia que sabe hasta dónde llegan sus fronteras. Ni el norte de África islamizado ni el imperio otomano han sido Europa, que tiene su origen no en el imperio romano, sino en la cristiandad.

Resulta curioso que aquellos que pretenden dar gusto al Papa, mencionando en la futura Constitución Europea nuestros orígenes cristianos, no hagan coincidir los límites de Europa con los de la cristiandad. No es una cuestión religiosa, la Europa moderna se ha hecho en un proceso de secularización y en este sentido se quiere laica. Pero ello no quita que su identidad cultural provenga de un pasado cristiano y que, por tanto, las diferencias que se observan en esta variopinta Europa se explican a partir de distintas interpretaciones del cristianismo: la Iglesia ortodoxa y la romana distinguen el este del oeste, y catolicismo y protestantismo, el sur del norte. Las diferencias actuales, en último término, provienen de las distintas formas de secularización que han llevado a cabo estos distintos cristianismos.

En una Europa secularizada, la convivencia de distintas religiones no constituye problema alguno: en la Unión Europea viven ya 15 millones de musulmanes. Lo que importa es la unidad cultural que haga posible una sociedad europea; y ésta tiene en su base, se quiera o no reconocer, al cristianismo. Aparte de esta consideración que debiera ser definitiva para decir no, hay que tener presente dos hechos. El primero, que Turquía, según el censo de 2000, tiene 68 millones de habitantes y que en la próxima década se puede acercar a los cien, es decir, sería el país de mayor peso poblacional en la Unión, con todas las consecuencias que implica. En segundo lugar, que la inclusión de Turquía llevaría las fronteras de Europa hasta Asia central, modificando de raíz nuestros planteamientos estratégicos. La Unión necesita de unas fronteras seguras, con unos países amigos, Ucrania, Rusia, Turquía y el norte de África, que, sin pertenecer a la Unión, aseguren una zona de estrecha colaboración.

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