Columna

Información, responsabilidad y política

El curso político suele pudrirse al llegar el verano. No se acaba, se descompone. Como si para poder regenerarse en el otoño antes tuviera que desvanecerse entre las brumas de la canícula y la generalizada indiferencia vacacional. Más aún después de una temporada política intensa y sin aliento. Ya da casi igual que el cadáver de la Comunidad de Madrid esté en plena fermentación, o que Aznar no se dé por aludido por los montajes sobre la aventura de Irak. Antes de acabar de desconectarnos del todo conviene, sin embargo, que hagamos un postrero esfuerzo por contemplar nuestro lánguido escenario ...

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El curso político suele pudrirse al llegar el verano. No se acaba, se descompone. Como si para poder regenerarse en el otoño antes tuviera que desvanecerse entre las brumas de la canícula y la generalizada indiferencia vacacional. Más aún después de una temporada política intensa y sin aliento. Ya da casi igual que el cadáver de la Comunidad de Madrid esté en plena fermentación, o que Aznar no se dé por aludido por los montajes sobre la aventura de Irak. Antes de acabar de desconectarnos del todo conviene, sin embargo, que hagamos un postrero esfuerzo por contemplar nuestro lánguido escenario nacional a la luz del conflicto que en estos momentos enciende al Reino Unido, el caso Kelly. Pocos asuntos pueden reunir tanto interés para cualquier observador político. El núcleo fundamental del mismo es el tenso pulso entre la BBC y el Gobierno británico, que acabó cobrándose la vida de un científico que tuvo la mala fortuna de caer en medio de ese fuego cruzado. A parte de este desdichado hecho, el primer elemento a resaltar es que pudiera llegar a producirse dicho conflicto entre un Gobierno y una corporación pública de comunicación. Desde España, acostumbrados como estamos a una RTVE sumisa y parcial, parece casi imposible que un medio público pueda atreverse a semejante hazaña. Sobre todo si consideramos que el conflicto de fondo no es otro que la ya más que evidente construcción de pruebas para justificar la intervención en Irak. Los medios y un sector de la clase política a través de una comisión de investigación parlamentaria se afanaron por reconstruir la dimensión del presunto engaño y, en su caso, la responsabilidad que a cada cual pudiera corresponder en el mismo.

Hasta aquí, pues, lo habitual en un país de larga y sólida tradición democrática: la necesidad de exigir el rendimiento de cuentas a los cargos políticos por las decisiones y prácticas en el ejercicio de su actividad. Y habría que añadir, ¡caiga quien caiga! Algo que contrasta con el sonoro silencio que embarga a la mayoría de nuestros medios respecto al protagonismo de Aznar en el período inmediatamente anterior a la guerra. Vemos como casi natural que otros en el Reino Unido o en los mismos Estados Unidos investiguen sobre presuntos engaños a la opinión pública, pero el nuestro puede prescindir de siquiera dirigirse al Parlamento. Supo aprovecharse de la foto de las Azores y ahora parece querer decir que él no estuvo allí. Con todo lo interesante que pueda ser este nuevo contraste entre las prácticas políticas de un país y otro, el elemento más relevante quizás de toda esta historia es la extensión de la obligación de rendir cuentas a la propia BBC.

A medida que se va sabiendo más sobre este enojoso asunto, queda claro que las informaciones proporcionadas por el reportero Andrew Gilligan están lejos de haberse sometido a los criterios de veracidad requeridos por un periodismo independiente y de rigor. Nadie duda ya a estas alturas que al finalizar las pesquisas del juez lord Hutton habrá algunas dimisiones importantes en la cúspide de la BBC. La responsabilidad no se reduce así a la clase política, se traslada también a los mismos controladores. Este ejemplo, que a nosotros sólo puede fascinarnos, es visto sin embargo desde el país afectado como una importantísima ¡crisis del sistema! Lo que desvelaría a la postre es una enfermiza relación de fondo entre medios y política, que se manifiesta en la desconfianza estructural entre políticos y periodistas. Unos abusando del creciente poder de los medios para crear opinión y cobrar protagonismo personal, y los otros siempre prestos a la desconfianza y a asumir una permanente actitud defensiva y cínica. Quien acabaría perdiendo en esta relación viciosa sería el derecho del público por aproximarse a la verdad, por cobrar una auténtica imagen de lo que realmente ocurre en el escenario político. Comprendo que los británicos se sientan inquietos, quizá en exceso, pero el solo hecho de que esto pueda ser debatido debería hacernos afrontar el verano con un poco menos de melancolía y más esperanzas para la vuelta.

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