Reportaje:

La última ilusión de un centenario

El 'tío Rafelet de Mossén Andreu', toda una institución en Planes, muere a los 104 años

Rodeado por su pueblo, que le quería, ha sido enterrado en Planes (El Comtat) el tío Rafelet de Mossén Andreu, cuando le faltaban 49 días para cumplir 105 años. El sacerdote que ha oficiado el funeral, Joan Pont, ha destacado su condición de "servidor siempre dispuesto a atender con atención, amabilidad y solidaridad, especialmente en los años más difíciles, siguiendo los principios evangélicos". Rafael Oltra Pérez ha muerto como ha vivido, plácidamente. Tras agradecer la atención a la religiosa de la residencia de ancianos el desayuno a base de frutas, se durmió tranquilamente. Un cánc...

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Rodeado por su pueblo, que le quería, ha sido enterrado en Planes (El Comtat) el tío Rafelet de Mossén Andreu, cuando le faltaban 49 días para cumplir 105 años. El sacerdote que ha oficiado el funeral, Joan Pont, ha destacado su condición de "servidor siempre dispuesto a atender con atención, amabilidad y solidaridad, especialmente en los años más difíciles, siguiendo los principios evangélicos". Rafael Oltra Pérez ha muerto como ha vivido, plácidamente. Tras agradecer la atención a la religiosa de la residencia de ancianos el desayuno a base de frutas, se durmió tranquilamente. Un cáncer ha abatido una naturaleza fuerte que le había mantenido en plenitud de facultades, físicas y mentales, hasta recientemente.

Rafael Oltra nació en Planes a las 5 de la tarde del 8 de septiembre de 1898. Aparte de la pérdida de Cuba y Filipinas y las calamidades de las guerras coloniales, aquel fue un tiempo de profunda crisis en su villa; a los crónicos caciquismo, epidemias, sequías y heladas, se sumó la industrialización alcoyana que paralizó las ruecas locales y una galopante filoxera que hacía estragos en las viñas y arruinó la economía. La emigración redujo los habitantes del valle de las cerezas a la mitad. El padre del tío Rafelet, un humilde jornalero, pudo enrolarse en la Guardia Civil, sacar adelante a su familia y dar una formación básica a su hijo, que amplió mientras trabajaba en una relojería de la Valencia de los años veinte.

La guerra del 36 -"Quin desastre més gran!", recordaba- le hizo perder el trabajo junto al Turia y le devolvió a la Vall de Planes. Sus conocimientos le valieron un empleo en el Ayuntamiento, primero, como encargado de las inefables cartillas de racionamiento -"Quanta indigència, quanta penúria!, veritat?", señalaba 50 años después- y, después, como administrativo, cortés y bondadoso, sin dejar de hacer todos los favores posibles. Sin embargo, fue un funcionario invisible, nunca figuró en la plantilla y cobró mediante nóminas aparentes, a lo largo de más de 20 años y hasta los 65; por ello, no pudo percibir otra jubilación que la del régimen agrario, que cotizaba por su cuenta. En 1993, un alcalde socialista decretó que se le pagara una pensión vitalicia con cargo a los gastos de representación del edil, como reconocimiento a su trabajo.

Ha sido de los pocos privilegiados que han vivido a lo largo de tres siglos diferentes. Apenas ha tomado medicinas y se ha mantenido lúcido y en plena forma, a excepción de una persistente sordera. Hasta vísperas de los 100 años, en que ingresó en una residencia, pudo vivir y cuidarse solo, realizando primorosamente las labores de la casa y cuidados de su persona, pero "cents anys és una cosas molt seria; no es fan en un dia; pesen, saps?, pesen".

Pulcro, educado, respetuoso, tolerante y agradecido con todas las personas que le brindaban atenciones o detalles: "¡Qué bien me cuidan y me tratan!", insistía, refiriéndose a familiares o a las franciscanas. "Comer poco, dormir lo necesario y mucha tranquilidad" era una de sus divisas. Su vivir transcurrió sin ningún tipo de excesos, muy moderado en todo, muy ordenado, organizado y regular en sus horarios, no fumador y abstemio. Probó por primera vez el vino en 1998, en la comida familiar con motivo de su centenario y tras pedir permiso al alcalde, que le acompañaba. "Mi padre", explicó, "siempre quería tener en la mesa pan abundante, como pobres, y vino, que era lo que, según él, nos libraba de la miseria, pero yo nunca lo probé".

Su gran amor fueron los libros, que guardaba bajo llave como su tesoro, y su afición fue la lectura. En un mundo cerrado y en un medio rural resultaba insólito su gusto por la filosofía; leyó, y releía, las obras de Jaime Balmes y las de Joan Lluís Vives, en cuyo estudio pretendía iniciar a los niños de los cincuenta. Ferviente católico, afirmaba a sus 104 años: "En París, lo primero que hice fue buscar la iglesia más cercana. Ahora, en la residencia estoy contento porque la tengo dentro. Pero falta el otro pilar básico, que es una biblioteca para entretenernos y seguir formándonos. Yo no paro de decírselo a las monjitas. Es mi gran ilusión".

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