Columna

Las falsas evidencias

Al explicar el feliz acontecimiento de la inauguración de la mezquita de Granada, uno de sus responsables proclamaba satisfecho: tendremos un imam procedente del centro de Marruecos que enseñará "un Islam limpio y puro". La intención de la frase era claramente tranquilizadora, apoyándose en la evidencia aparente de que nada mejor que esa creencia tan limpia como cargada de pureza. En realidad, para un lector avisado, tal evidencia no existía. Un Islam limpio y puro puede ser una versión integrista, y en cuanto al origen, mala preparación es haber predicado en el Marruecos profundo, sin saber c...

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Al explicar el feliz acontecimiento de la inauguración de la mezquita de Granada, uno de sus responsables proclamaba satisfecho: tendremos un imam procedente del centro de Marruecos que enseñará "un Islam limpio y puro". La intención de la frase era claramente tranquilizadora, apoyándose en la evidencia aparente de que nada mejor que esa creencia tan limpia como cargada de pureza. En realidad, para un lector avisado, tal evidencia no existía. Un Islam limpio y puro puede ser una versión integrista, y en cuanto al origen, mala preparación es haber predicado en el Marruecos profundo, sin saber castellano, para encarar los problemas de una comunidad musulmana inserta en una sociedad occidental bajo el signo de la modernidad.

El uso y abuso de la aparente evidencia, esto es, un discurso político que se presenta como discurso del buen sentido, basando su atracción en que resulta fácil y espontáneo entender la organización social, tal y como precisan los autores de un reciente estudio sobre Le Pen, está siendo moneda común en el discurso de nuestros nacionalistas, por supuesto en el caso del PNV, pero también entre las distintas posiciones catalanistas, con especial riesgo cuando se sirven de ella gentes de izquierda que así ponen en evidente dificultad a sus correligionarios del resto del Estado (es decir, de España). Los ejemplos pueden multiplicarse. Con gesto de inocencia, Ibarretxe se pregunta qué hay de malo en consultar la voluntad de los vascos según propone su plan. De malo, habría que comentar, nada: simplemente que un proceso constituyente vasco como el definido por su discurso viene a quebrar tanto el orden constitucional como el estatutario, a no ser que nos sumerjamos en el pozo sin fondo del neoforalismo que parte de otra evidencia radicalmente falsa: la "soberanía originaria" que supuestamente caracterizó al "pueblo vasco" (sic) hasta el siglo XIX. De evidencia en evidencia, esto es, de falsedad en falsedad, llegamos a la soberanía de la Cámara vasca, al rechazo de todo "veto" -léase cortapisa constitucional- y a dar por bueno todo lo que el Gobierno vasco tenga a bien proponer.

Sin duda por mimetismo, y por no llegar los últimos en las reivindicaciones cuando antes fueron los primeros, políticos e intelectuales catalanistas vienen incurriendo en una utilización no menos obsesiva de la supuesta evidencia para evitarse el trabajo de incidir sobre el destinatario mediante razonamientos complejos. "Es de sentit comú", remachaba uno de los más valiosos politólogos catalanes de izquierda tras declarar la necesidad de que en el Parlamento español se usen todas las lenguas del Estado y los consiguientes servicios de traducción que sin duda agilizarán los debates. Otro tanto al mencionar la urgencia de la oficialidad, no cooficialidad, del catalán, o de que las obras de arte de pintores de la región X fueran devueltas a la misma desde el Prado convertido en emblema de centralización opresiva. No habría más que una identidad, la de la nación catalana o vasca, cosa evidente si olvidamos que catalanes y vascos tienen mayoritariamente el mal gusto de profesar la doble identidad, de catalanes y españoles, o de vascos y españoles. Y a una identidad por nación, el concepto de pluralidad nacional de España se convierte insensiblemente en pluralidad de nacionalismos. El orden constitucional, bajo el signo de un "federalismo asimétrico" en la práctica, sería como máximo una confederación, con embajadas exteriores, derecho de veto y símbolos de fractura tales como la proliferación de selecciones nacionales. Comprendería de entrada a las tres nacionalidades históricas especificadas y al resto, lo que hoy llamamos España o una agregación de identidades de segundo rango.

Frente a esta deriva previsible, si tomamos en serio las premisas teóricas, y también la visceralidad en que se basa, y frente al muro opuesto, que desde el Gobierno mira al pluralismo como un mal y sostiene la evidencia de una España enteriza desde la cual ya no caben reformas, sería útil que la izquierda conjugara el desenmascaramiento de las cadenas de evidencias nacionalistas con la expresión política de lo que arrojan los datos políticos y sociológicos: una España plurinacional, pero no una suma sino una imbricación de naciones, cuya única fórmula política viable sería el federalismo.

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