Editorial:

España, convencional

La labor de la Convención Europea ha llegado a su término con un proyecto consensuado, que no votado, de Constitución que es, sin duda, mejorable, pero representa ya un indudable paso adelante. La aceptación en sí mismo del término Constitución es todo un logro. Y nadie ha caído en la tentación de utilizar este proceso para dar marcha atrás. Todo lo contrario, aunque el texto de las ambiciones europeístas contraste con la realidad europea en la crisis de Irak y en el actual mal momento económico.

Si se aprueba, esta Constitución, como todos los Tratados de la UE, estará por encima de la...

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La labor de la Convención Europea ha llegado a su término con un proyecto consensuado, que no votado, de Constitución que es, sin duda, mejorable, pero representa ya un indudable paso adelante. La aceptación en sí mismo del término Constitución es todo un logro. Y nadie ha caído en la tentación de utilizar este proceso para dar marcha atrás. Todo lo contrario, aunque el texto de las ambiciones europeístas contraste con la realidad europea en la crisis de Irak y en el actual mal momento económico.

Si se aprueba, esta Constitución, como todos los Tratados de la UE, estará por encima de la española. Y su importancia política crecerá si el Gobierno lleva a cabo su intención de someterla a referéndum en junio de 2004, coincidiendo con las elecciones al Parlamento Europeo. No es probable una confrontación política en término de a favor o en contra, sino más bien sobre si el texto, que en otoño han de retomar y finalizar los Gobiernos, ha ido suficientemente lejos. Pues en algunos terrenos sí parece que se ha quedado corta.

Algunos avances se han logrado gracias a la labor de los representantes españoles, aunque no siempre hayan hecho frente común. En general, la actitud del Gobierno español y del PP ha sido a la defensiva, con falta de iniciativa. En el Tratado de Niza España afianzó su posición en el Consejo, pero en detrimento de su presencia en el Parlamento Europeo. Aunque tiene una parte de razón al considerar prematuro el reparto de poder entre los Estados logrado en el Tratado recién estrenado, el Gobierno se ha quedado prácticamente aislado, con Polonia, en su inmovilismo en este terreno.

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Una aportación específicamente española al borrador ha sido la plasmación de la naturaleza dual, de ciudadanos y de Estados, de esta Unión Europea. Ahora bien, aunque se elimine el concepto de unión de pueblos presente en los Tratados de Roma, no se suprime su realidad. Otra aportación del PP, la garantía de la "integridad territorial" del Estado (que queda tras los infructuosos intentos de fijar "inmutabilidad" de las fronteras) tampoco cambia mucho en la práctica, ante unos problemas internos españoles. Más peso tiene el haber logrado no ir a un catálogo de competencias de la UE, de imposible aplicación, sino a una categorización de competencias, junto con un sistema de alerta temprana para controlar la aplicación del principio de la subsidiariedad. Indudablemente, todo el desarrollo del espacio de seguridad y justicia común, incluida la cláusula de solidaridad ante ataques terroristas], está influido por los representantes españoles.

En la posición española se echa de menos un mayor empuje de la política de cohesión económica y social (a lo que se añade "territorial"), como si ahora, cuando se secan los fondos para España, este país estuviera menos interesado. Y, sin embargo, esta política, que ha de permear las demás, sigue siendo esencial, no sólo para recortar las diferencias internas, sino incluso para lo que la Constitución define como el "entorno próximo". Pues en él está uno de los mayores retos para España en una Unión no sólo constitucionalizada, sino ampliada a diez nuevos países en 2004.

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