Tribuna:

Estados Unidos redescubre la negociación

Con motivo de la reunión del G-8 en Evian, el presidente estadounidense ha decidido enterrar el hacha de guerra y fumar la pipa de la paz con Francia. Tras el fortissimo "Punish France!" de Condoleezza Rice, ¿habrá decidido suavizar las cosas la talentosa pianista que preside el Consejo Nacional de Seguridad, para desgracia de esta América profunda que coloca sobre el parachoques de sus coches la pegatina "After Irak, Chirac" [Después de Irak, Chirac"]? Es precisamente el "después de Irak" lo que plantea un problema a los estrategas de la Casa Blanca y del Pentágono y les obliga, mal q...

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Con motivo de la reunión del G-8 en Evian, el presidente estadounidense ha decidido enterrar el hacha de guerra y fumar la pipa de la paz con Francia. Tras el fortissimo "Punish France!" de Condoleezza Rice, ¿habrá decidido suavizar las cosas la talentosa pianista que preside el Consejo Nacional de Seguridad, para desgracia de esta América profunda que coloca sobre el parachoques de sus coches la pegatina "After Irak, Chirac" [Después de Irak, Chirac"]? Es precisamente el "después de Irak" lo que plantea un problema a los estrategas de la Casa Blanca y del Pentágono y les obliga, mal que les pese, a darse cuenta de que la victoria de las armas no se traduce espontáneamente en éxito político y a volver a parlamentar con París y la "vieja Europa", que todavía ayer estaban en la picota. El unilateralismo, que resulta válido por la eficacia del ataque en la era de los sistemas militares integrados, no logra establecerse como panacea a la hora de administrar la compleja ocupación de Irak (donde el ex general Gardner y su equipo se quemaron rápidamente). Es en este contexto como debe entenderse la confraternización con estos "viejos europeos" que tienen cierta competencia en sus relaciones con el mundo árabe. Y, aunque por el momento, según la cantinela en boga en Washington, "en Oriente Próximo los estadounidenses cocinan y los europeos friegan los platos", los campeones de la comida rápida y de la "guerra relámpago" deberán pasar por el multilateralismo diplomático y pedir auxilio a un Viejo Continente en el que Francia (además de por la gastronomía) ocupa un lugar central por sus antiguos y estrechos vínculos con el complicado Oriente y por la autoridad reconocida de sus especialistas en la región. A medida que el presidente Bush se convierta en candidato a su propia sucesión, tiene todo el interés en que la espina iraquí no se hunda demasiado en su talón de Aquiles electoral: ni las madres de los soldados ni los contribuyentes estadounidenses votarán por quien se embarcó en una ocupación de Irak costosa en vidas humanas y en dólares si ésta resulta ser un atolladero político.

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Un año después de la reelección de Jacques Chirac y el nombramiento de Dominique de Villepin para Asuntos Exteriores, la política francesa en el mundo árabe ha alimentado en gran medida el contencioso transatlántico. Antes de la guerra contra el régimen de Sadam Husein, la mayoría de los observadores estaban convencidos de que el responsable del Quai d'Orsay, ex encargado de prensa de la Embajada de Francia en Washington, anglófono e incluso proestadounidense, sabría situar a Francia tras la bandera de las barras y estrellas, como en 1990-1991, con motivo de la Operación Tormenta del Desierto. La aprobación por unanimidad de la resolución 1.441 del Consejo de Seguridad permitía pensarlo. Sin embargo, EE UU manifestó su voluntad de destruir a cualquier precio el régimen de Bagdad; haciendo poco caso del efímero argumento de las armas de destrucción masiva en posesión de Irak, quería remodelar un Oriente Próximo en el que triunfase por doquier la democracia liberal alumbrada mediante fórceps entre el Tigris y el Éufrates, donde el petróleo de Basora y Kirkuk sería extraído por las compañías estadounidenses y mediante la cual Israel se integraría naturalmente en una región al fin próspera tras ajustarse a las normas de la mundialización.

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A partir de ahí, la diplomacia francesa sólo tenía una alternativa: o el alineamiento, que le permitiría recibir, una vez acabada la guerra -y muy a la zaga del fiel aliado británico Tony Blair, la España de Aznar y la Polonia poscomunista-, algunas migajas del pastel del petróleo y del mercado de la reconstrucción iraquíes, o bien la resistencia. Ésta manifestaba una posición negociadora a medio plazo: al dar la palabra y ofrecer una tribuna a algunos países del Sur y, en especial, a opiniones árabes que de otro modo sólo se dejarían oír a través del extremismo religioso y su cohorte de violencia, Dominique de Villepin jugaba fuerte. En el primer caso, la apuesta podía resultar desastrosa: si el mundo se parecía a la representación que se hacían los neoconservadores del Pentágono y su éxito militar fulgurante venía seguido del hundimiento de las dictaduras de Oriente Próximo y de una evolución de la región comparable a la de las antiguas "democracias populares" de Europa del Este, Francia saldría desacreditada moralmente y arruinada materialmente. Aparecería como el último apoyo de unos regímenes impopulares y sus proyectos quedarían apartados de una región americanizada, en la que se encuentran dos tercios de las reservas conocidas de hidrocarburos, así como unos importantes clientes de las industrias aeronáutica, de defensa, del lujo, de la distribución y de las construcciones y obras públicas, sin contar los bancos y los seguros. En el segundo caso, si las realidades concretas de la región se mostraban reacias a los grandes planes estratégicos predominantes al otro lado del Atlántico, una fácil victoria militar contra un enemigo deliberadamente sobrevalorado por la propaganda oficial y la prensa de Rupert Murdoch vendría seguida por la ocupación mucho más complicada de una sociedad en la que el hundimiento de la dictadura liberaría los fermentos del caos étnico, de la anarquía comunitaria y del fanatismo religioso. La superpotencia estadounidense se vería entonces obligada a compartir la carga de enderezar una región fragmentada y de recurrir, más allá de los fieles, a aquellos aliados que expresaron su escepticismo sobre la relación entre la destrucción de Sadam, por un lado, y el establecimiento forzoso de la democracia y de la prosperidad, por otro.

Las semanas de la guerra y de la posguerra trajeron, alternativamente, malos y buenos vientos: en los días que siguieron a la conquista de Bagdad, la posición de París parecía casi perdida. Se ironizaba sobre su diplomacia llevada como la carga de la brigada ligera, sobre el lirismo de un ministro carismático y poeta cuyas apariciones en TV 5 durante sus justas alocuciones en la ONU provocaban vuelcos en los corazones de las damas de Túnez a Qatar, pasando por El Cairo y Abu Dabi, pero consternaba a los banqueros y empresarios franceses, preocupados por las consecuencias inesperadas de las medidas de represalia estadounidenses. Los arrebatos del corazón parecían tener poco peso frente a las quejas del bolsillo. La perpetuación del caos, de la inseguridad y de los saqueos en Irak, el regreso con fuerza de los ayatolás en Nayaf y Kerbala, los atentados en la vecina Arabia Saudí y en Casablanca, han mermado hoy el triunfalismo de los vencedores; la "guerra contra el terrorismo", esa "madre de todas las batallas" en Oriente Próximo, no está ganada, y la fuerza bruta demuestra ser insuficiente para restablecer el orden en Irak, donde las decenas de miles de soldados del ejército de ocupación parecen por el momento impotentes para controlar a más de 20 millones de árabes chiíes, suníes y kurdos cuyo Estado unificador se ha desvanecido con su dictador.

La situación actual tampoco predispone a Washington a dar lecciones a París, y los llamamientos al boicoteo de los productos franceses -cuya puesta en práctica es muy aleatoria debido a las reglas de la Organización Mundial de Comercio- son tan inexistentes como los fastuosos contratos del Irak de la posguerra, donde, por el momento y mientras no se restablezca la seguridad, ningún consejo de administración se arriesgará a invertir millones de dólares ni la vida de sus directivos y empleados.

Francia, con el peso que le dan sus relaciones con el mundo árabe, puede contribuir a la búsqueda de una solución política para este Irak desgarrado, condición previa indispensable para que vuelva el orden. La ola anti-estadounidense que invade Oriente Próximo no tiene precedentes, aunque muchos árabes se hagan la ilusión de que pueden ahorrarse una autocrítica sobre la fascinación que sintieron por Sadam o incluso por Bin Laden, y les evita sacar lecciones del atolladero político y de la crisis moral adonde todo esto les ha conducido. Hoy por hoy, los dirigentes de la región dependen de EE UU, pero no pueden ignorar un sentimiento popular, muy extendido hasta en las élites, incluso entre aquellos que han estudiado al otro lado del Atlántico, y buscan hoy, en Europa en general y en Francia en particular, una alternativa cultural al martillo estadounidense y al yunque islamista.

Por ello, las cumbres de Charm el Sheij y de Áqaba, a las que George Bush ha convocado sucesivamente a los dirigentes árabes y posteriormente a Ariel Sharon y Mahmud Abbas (Abu Mazén), no deben ser consideradas como una demostración de fuerza en la que la superpotencia ha hecho que Oriente Próximo se ajuste a sus reglas. Con el aumento de las críticas en EE UU y en Gran Bretaña sobre las "mentiras" de los dirigentes estadounidenses y británicos respecto de las armas de destrucción masiva iraquíes y el estancamiento de la situación política y de seguridad en Irak, la Casa Blanca necesita marcarse un tanto simbólico: sólo la aceptación por Israel de la Hoja de Ruta es hoy capaz de reforzar el control de EE UU. El Irak liberal pos-Sadam debía ser el fórceps que permitiese dar nacimiento a la paz israelo-palestina según las condiciones deseadas por Washington y Tel Aviv. Pero hoy, por el contrario, son los avances en la negociación israelo-palestina (que ha obligado a Bush a presionar a Ariel Sharon, en perjuicio de los militantes del Likud) los que permitirán al presidente estadounidense esperar que la situación en Irak se desbloquee, con la posibilidad de influir en la campaña electoral para la presidencia que ya se perfila en EE UU. Tras Evian, Charm el Sheij y Áqaba, la gran estrategia de los neoconservadores parece haber fracasado. Va a tener que dejar sitio a unas consideraciones realistas tanto en la política interior estadounidense como en la estrategia en Oriente Próximo. A día de hoy, esto parece coincidir a posteriori con la lectura francesa de los datos básicos de la región desde la aprobación de la resolución 1.441.

Gilles Kepel es catedrático de Estudios sobre Oriente Próximo en el Institut d'Études Politiques de París. © Gilles Kepel, 2003. Traducción de News Clips.

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