Editorial:

Confusa Constitución

La Unión Europea dispone finalmente de un anteproyecto de Constitución, algo que parecía imposible cuando arrancó la Convención, hace más de un año. El hecho en sí es un gran paso adelante, pero el producto deja mucho que desear. Junto a indudables avances, el ejercicio conducido por Valéry Giscard d'Estaing, lejos de un texto sencillo y ágil que se pudiera estudiar en las escuelas, ha desembocado en uno ilegible y farragoso, que además complica innecesariamente el esquema institucional. Su rango, de aprobarse, es superior al de las Constituciones nacionales.

El preámbulo es un ejemplo ...

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La Unión Europea dispone finalmente de un anteproyecto de Constitución, algo que parecía imposible cuando arrancó la Convención, hace más de un año. El hecho en sí es un gran paso adelante, pero el producto deja mucho que desear. Junto a indudables avances, el ejercicio conducido por Valéry Giscard d'Estaing, lejos de un texto sencillo y ágil que se pudiera estudiar en las escuelas, ha desembocado en uno ilegible y farragoso, que además complica innecesariamente el esquema institucional. Su rango, de aprobarse, es superior al de las Constituciones nacionales.

El preámbulo es un ejemplo de pasteleo. Los sectores cristianos intentaron introducir una referencia a Dios, o al menos a la religión, y pronto fue creciendo hasta un batiburrillo que puede satisfacer a todos y a nadie: católicos, protestantes, musulmanes y laicos, a los humanistas y hasta a los grecorromanos. Para concluir que la UE se basa en una comunidad de valores no era necesario complicar tanto las cosas.

El ejercicio constituyente se inició para superar el Tratado de Niza, que acaba de entrar en vigor, pero cuyo andamiaje jurídico e institucional es insuficiente para una Unión Europea que el año que viene contará con 25 miembros. La Convención ha logrado avances importantes: la UE se dota de personalidad jurídica propia, se incluye con carácter vinculante la Declaración de Derechos Fundamentales, se simplifican las leyes comunitarias, se reduce notablemente el recurso al veto al ampliar los ámbitos de decisiones que el Consejo ha de tomar por mayoría cualificada -en deliberación y votación pública- y pactar posteriormente con el Parlamento Europeo, cuyos poderes aumentan considerablemente, aunque la fiscalidad quedará en la zona de la unanimidad por exigencia británica.

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Es en el terreno institucional, un texto que será presentado el 20 de junio en la cumbre de Tesalónica, donde se crea un auténtico embrollo. El presidente de la Comisión, nombrado por el Consejo Europeo a la luz de los resultados de las elecciones europeas -un paso a medias-, tendrá que competir por la visibilidad y el poder con un presidente permanente del Consejo Europeo elegido por dos años y medio entre sus pares (¿por qué limitar tanto los elegibles?). Este presidente, además, le pisará los talones a un ministro europeo de Asuntos Exteriores, que tendrá a la vez un pie en la Comisión, como el de Asuntos Económicos que proponen algunos.

En el terreno de la política exterior, envenenado por la crisis de Irak, se llega al paroxismo de la complicación, reflejando esas tres Europas que conviven en la UE: los que quieren crear un polo autónomo de poder (incluido el militar), los que se oponen a todo paso que socave el papel de la OTAN y los neutrales de diversa índole. Todo en pleno pulso entre los que apuestan por una Europa "federal" (vocablo que Blair ha obligado a retirar) y los partidarios de una Europa de los Estados; o entre grandes y pequeños, con un mediano como España en medio del fuego cruzado.

Tras la Convención, los Gobiernos se encargarán de rectificar el texto. Y después, los ciudadanos, en los países que celebren consultas, de aprobarlo. El riesgo de que alguno lo rechace es grande, porque esta Convención no ha salido como la de Filadelfia. Su resultado es más obra de burócratas que de políticos con visión.

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