Columna

Aliento letrinal

El revuelo del caso Tey, directora general de la mujer y editora de un libro de cuentos en el que se elogia la violación de la mujer, me atrapó en plena lectura de uno de estos libros en los que sabiduría y amenidad se mezclan a manos llenas: El escritor que compró su propio libro (Debate, 2003). Un amazónico ensayo dedicado a Cervantes, en el que un profesor granadino, Juan Carlos Rodríguez, después de revisar la historia de la recepción de El Quijote propone una nueva mirada sobre esta novela inagotable que fundó el género mismo de la novela. El Quijote es la prim...

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El revuelo del caso Tey, directora general de la mujer y editora de un libro de cuentos en el que se elogia la violación de la mujer, me atrapó en plena lectura de uno de estos libros en los que sabiduría y amenidad se mezclan a manos llenas: El escritor que compró su propio libro (Debate, 2003). Un amazónico ensayo dedicado a Cervantes, en el que un profesor granadino, Juan Carlos Rodríguez, después de revisar la historia de la recepción de El Quijote propone una nueva mirada sobre esta novela inagotable que fundó el género mismo de la novela. El Quijote es la primera novela que se ofrece libremente a sus lectores, como única alternativa alimenticia de su autor, quien, desprovisto de otra ocupación con la que procurarse sustento y careciendo por completo de compromiso moralista, no tiene más remedio que acudir al mercado. La ambigüedad moral del Quijote inaugura la saga del escritor que imita a Dios, creando un mundo completo y autónomo en cada novela. Cuando un libro maravilla, cuesta horrores salir de sus páginas, tan sugestivas como las sábanas más dulces. Pero el imperio de la actualidad se impone. Abandono la mina de pasatiempos cervantina y busco en Internet algún texto de Hernán Migoya, el autor que ha provocado el escándalo. Fácilmente doy con el cuento El violador. Mientras leo el panfleto, pienso en el admirado Ernesto Ayala-Dip. Fue el primero en poner el dedo en la auténtica llaga: la polémica, dijo en estas mismas páginas, se debe a un "malentendido literario, propiciado por incompetencia en materia narrativa".

La argumentación del personaje violador es atropellada y elemental. Ni un asomo de inteligencia, ingenio o gracia expresiva

Incompetencia es el término fundamental para sacar la polémica del clásico enfrentamiento entre literatura y moral. Si el Quijote inaugura la senda de la ambigüedad y de la autonomía del creador, Migoya recupera la senda de la moralidad y de la dependencia ideológica. Su cuento (por llamarlo de algún modo) es moral, vaya si es moral. Veamos un fragmento de La violación:

"¿Cómo va uno a estar seguro, si igualmente, desde el principio de los tiempos, ellas nunca te dicen si quieren follar o no? Ellas nunca te dicen nada. Porque, entre ustedes y yo, ¿con cuántas mujeres se han acostado a lo largo de su vida que hayan accedido verbalmente a hacer el amor, diciendo 'sí' explícitamente? Permítanme dudar que sean demasiadas. Sin embargo, ¿con cuántas mujeres se han acostado que al principio dijeran claramente 'no'? Con algunas, ¿verdad? -y si no lo han hecho, amigos míos, déjenme decirles que se han perdido ustedes muchos buenos polvos".

Incompetente narrador es el que argumenta a chorro, sin dotar a su discurso de mecanismos que permitan al lector entender qué es lo que quiere sugerir más allá de lo que vomita su héroe. La ironía nada tiene que ver con el tono desenfadado. La ironía necesita un contexto para ser descodificada y en el texto de Migoya no hay un solo indicio, ni uno solo, que permita al lector creer que el violador está hablando en doble sentido o que el autor está explorando, al margen de la moral, los deseos de un hombre. El violador no narra su experiencia, no cuenta lo que hace. No cuenta nada. Simplemente discursea. Sin más recurso narrativo que la declaración de principios y gustos (que nada tiene de literario y mucho de orador chusquero), el autor, confundido completamente con el protagonista, argumenta las supuestas virtudes que la violación le ofrece (en contraste, por ejemplo, con el galanteo); unas virtudes con las que, según afirma, muchas de las violadas también se solazan. La argumentación del personaje violador es atropellada y elemental. Ni un asomo de inteligencia, ingenio o gracia expresiva. Ni una frase literariamente feliz, ni un solo juego de conceptos, palabras o escenas. Ni el más mínimo asomo de verdad diabólica (o, daría igual, angélica). El autor renuncia a buscar el perfil no obvio de las cosas. No pretende sugerir, inquietar o mostrar la espalda de los tópicos. Niega los tópicos feministas y afirma los del macarra. ¿Provocación? Sí, claro. La provocación del insulto.

Bajo el confortable manto protector de intocables palabras como arte, libertad de expresión o vanguardia, el término periodístico provocación se confunde con frecuencia con las formas y los usos de la barbarie. Lo que muchos definen como provocador generalmente debería ser descrito como despiadado, hiriente o cruel. Le llaman provocar, pero quieren decir ofender al ofendible, humillar al humillable, dañar al que no siempre puede defenderse. Es así como habla el personaje / autor del cuento El violador, con la hombría ventajista de los etílicos machos de cuartel, burlándose de sus víctimas a la manera de los soldados húngaros que trasladan, como cerdos al matadero, a sus judíos en un tren hacia los campos de exterminio y los insultan al atravesar la frontera alemana porque se niegan a entregar sus joyas (según cuenta el Kértesz en Sin destino, Acantilado / Quaderns Crema, 2003: ese libro sí es un golpe en el estómago).

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El violador de Hernán Mogoya habla como uno de esos tipos dicharacheros que en los últimos tiempos parecen haber ocupado en exclusiva las pantallas de casi todas las televisiones. Sin complejos (esta parece ser la época de los bizarros desacomplejados), trenzan toscas argumentaciones en tono graciosillo e insultante, buscando la fácil complicidad testicular. No importa si están faltos de gracia, talento o recursos. Charlotean sin parar, escupiéndose de palabra y obra, obscenos exhibidores de chulería, incompetencia y pesadez. Destilan, como diría Quevedo, "aliento letrinal". A eso le llaman ahora televisión, y allá se las compongan. Puesto que el libro de marras lo imita (y sin doble sentido), nunca pensé que a eso le llamarían también literatura.

Ellas se quejan de las crueles burlas editadas por la mujer que debería defenderlas; y muchos escritores reaccionan alertados por el avance de la ortodoxia. No peligra por ahí la libertad de creación, sino, como sugería Llàtzer Moix, de los editores que confunden la creación escrita con la defecación escrita. El texto de Migoya se parece a la literatura como un chicle remasticado a la comida.

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