Tribuna:DEBATE | Las relaciones entre Europa y Estados Unidos

Poder y principios

Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, nadie hubiera podido prever que una crisis se dibujaba en el horizonte de las relaciones transatlánticas. Todos estuvimos unidos en las medidas contra el terrorismo, todos apoyamos la acción en Afganistán. ¿Qué ocurrió poco después para que la Alianza Atlántica pasara por su peor momento y la Unión Europea se sumiera en la división?

La explicación más plausible es que Estados Unidos ha cambiado. Los ataques terroristas se produjeron bajo el mandato de un Gobierno republicano que desea ejercer su poder, y los dos hechos históricos se han u...

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Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, nadie hubiera podido prever que una crisis se dibujaba en el horizonte de las relaciones transatlánticas. Todos estuvimos unidos en las medidas contra el terrorismo, todos apoyamos la acción en Afganistán. ¿Qué ocurrió poco después para que la Alianza Atlántica pasara por su peor momento y la Unión Europea se sumiera en la división?

La explicación más plausible es que Estados Unidos ha cambiado. Los ataques terroristas se produjeron bajo el mandato de un Gobierno republicano que desea ejercer su poder, y los dos hechos históricos se han unido para dar lugar a un nuevo liderazgo mundial.

EE UU ha cambiado, en primer lugar, porque se siente vulnerable. La obsesión por el terrorismo lleva a la lucha contra cualquier posible enemigo. Lo importante es atajar la amenaza, venga de donde venga, antes de que se materialice.

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Lejos del poder en su versión más cruda, las apuestas europeas son los principios y el diálogo
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En segundo lugar, la política internacional de la Administración republicana pone todo el acento sobre los medios militares. Tras un pico durante la guerra fría, los gastos de defensa descendieron hasta unos 250.000 millones de dólares a mediados de los noventa. Pero en el año 2000 esos gastos alcanzaron los 300.000 millones y en 2003 llegarán hasta casi 400.000. Para comprender de qué volumen hablamos, esta última cifra es más del doble del PNB de Portugal. Como consecuencia, la política exterior está dominada por la coerción, y se minusvalora la diplomacia. EE UU también ha cambiado, porque el multilateralismo y la promoción de la democracia y del libre comercio, insignes tradiciones reforzadas por el presidente Clinton, han sido sustituidos por el unilateralismo y un sentido de moral clarity: aquí los buenos, allí los malos. Tal simplificación impide una comprensión cabal de los problemas del mundo y dificulta la negociación.

Frente a esta nueva actitud de EE UU, la gran cuestión para los europeos es si el cambio es permanente o si, tras este periodo impetuoso, un nuevo Gobierno dará lugar a un diálogo más relajado. Personalmente, me resisto a aceptar que EE UU se haya transformado para siempre. Un país que ha producido una cultura de alcance global, avances tecnológicos admirables, que ha depurado sin cesar sus lacras como el racismo o la corrupción y que ha contribuido a la expansión de la democracia en el mundo, no puede convertirse de la noche a la mañana en una primera potencia que desdeña a todas las demás. En contra de teorías reduccionistas, hay que afirmar que dentro de Estados Unidos existe el bien y el mal, como en toda manifestación humana. Lo interesante es que, en sus más de doscientos años de historia, el bien ha superado en mucho al mal.

Las elecciones presidenciales de noviembre de 2004 servirán para conocer en qué medida el cambio en EE UU es transitorio. A la espera de esa cita crucial, podría decirse que los europeos se han escindido en dos grupos a la hora de tratar con el Gobierno de Bush: los posibilistas y los que mantienen una posición de principio. Los posibilistas, en la línea del primer ministro británico, Tony Blair, estiman que es inútil estar en contra de Estados Unidos. La alianza transatlántica es el bien más precioso que tenemos y debe situarse por encima de cualquier consideración, incluso de nuestras convicciones declaradas. El sentido de actuar al lado de Washington es intentar ejercer una influencia moderadora sobre sus políticas. El problema de esta posición es que se corre el riesgo de seguir a pies juntillas las direcciones de EE UU, al tiempo que se carece de toda influencia. Así, no puede decirse que los países europeos tengan mucho ascendiente ni sobre la reconstrucción de Irak ni sobre la interpretación y la aplicación de la Hoja de Ruta.

En el lado opuesto, los países del llamado "campo de la paz" mantienen que, aunque la alianza con EE UU es vital, la defensa de los valores y principios de las relaciones internacionales es más importante todavía. En realidad, esos principios fundamentan la relación transatlántica, ya que están consagrados en el Tratado de Washington, y también en la Carta de Naciones Unidas, en el Tratado de la UE y en nuestras constituciones nacionales. El problema de esta posición es que, al abrir un debate de fondo dentro de la alianza y en Europa, fomenta la polémica y la división. Defender los valores y principios tal y como los ha desarrollado la comunidad internacional tiene el efecto positivo de contribuir a la paz y estabilidad en el mundo mucho más que políticas de fuerza y rápidas intervenciones militares aquí y allá. La Unión Europea se ha destacado por promover el diálogo regional y las soluciones negociadas antes que el choque de civilizaciones, la cooperación al desarrollo y la protección del medio ambiente en vez del desentendimiento. Lejos del poder en su versión más cruda, las apuestas europeas son los principios y el diálogo. Este enfoque verdaderamente nuevo ante los problemas globales es el que tenemos que mantener con confianza. Es cierto que hay que luchar contra el terrorismo y la proliferación, pero hay que hacerlo pensando en el largo plazo.

Ante un momento tan delicado en las relaciones transatlánticas, ¿qué hacer de cara al futuro inmediato? El punto de partida es esperanzador, ya que, además de una historia brillante en los últimos cincuenta años, existen unas intensas relaciones económicas, comerciales y de inversiones, y una sólida alianza en la OTAN. Sin embargo, habría que trabajar en las relaciones políticas. La Nueva Agenda Transatlántica de 1995 debería renovarse y dar lugar a un diálogo más profundo en muchos aspectos. Porque, a pesar de las comunicaciones, las artes y el turismo, los europeos y los norteamericanos nos conocemos poco y mal. Si queremos no sólo mantener sino también mejorar una relación que es central para la estabilidad mundial, es preciso que los políticos hablen, pero es preciso también acercar a los pueblos.

Martín Ortega Carcelén es investigador en el Instituto de Estudios de Seguridad de la Unión Europea.

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